Aurea mediocritas
Una vida sin examen no merece la pena ser vivida, pensaba Sócrates. Pero una vida en la que un inspector de la Guía Michelín puede, en cualquier momento, irrumpir en tu cocina como una divinidad hambrienta para exigir ser complacido so pena de perder estima, rango y honor, es bastante insoportable y tampoco sale a cuenta.
Una vida sin examen no merece la pena ser vivida, pensaba Sócrates. Pero una vida en la que un inspector de la Guía Michelín puede, en cualquier momento, irrumpir en tu cocina como una divinidad hambrienta para exigir ser complacido, so pena de perder los galones que con tanto se esfuerzo se bordaron, es bastante insoportable y tampoco sale a cuenta. Así lo ha creído Sébastien Bras, el chef francés que, en consulta con su familia, ha decidido renunciar a las tres estrellas con las que la famosa y autorizada guía condecoraba cada año a Le Suquet desde 1999, el figón fundado por su padre en la campiña francesa. «A mis 46 años, deseo recuperar la libertad de trabajar sin la tensión de querer mantener las tres estrellas». He aquí un hombre al que para ser feliz no necesita más laurel que el que pueda usar como condimento.
Le entendemos. Nos dejamos la piel y las cejas queriendo entrar en el Olimpo, y cuando lo conseguimos nos sentimos sepultados por la ley del olimpismo: ser aun más rápido, más alto, más fuerte. La excelencia tiraniza y al ganar la cima deseamos volver al mullido y despreocupado mundo del campamento base, donde el error, la chapuza incluso, eran motivo de chanza y no de deshonra. Sentimos nostalgia, en suma, por esa dorada mediocridad que cantó Horacio y ganas de mandar al carajo gloria, premios e inspectores. Pero tampoco eso dura, claro. El deseo de competir, de emular, de tocar nuestros límites, no se extingue nunca, y eso es bueno. Pero yo no puedo evitar recordar, leyendo la noticia de los chefs que no querían estrella, un curioso epitafio que un día descubrí en la lápida de un cementerio: «No sufrió, porque no se examinó».