El circo no es para ellos
Nunca me gustó el circo. De pequeña fui poco, probablemente porque mis padres enseguida notaron que a sus hijos no les hacía mucha gracia.
Nunca me gustó el circo. De pequeña fui poco, probablemente porque mis padres enseguida notaron que a sus hijos no les hacía mucha gracia. Todo resultaba triste en el circo, empezando por esos elefantes de inmensos ojos por los que asomaba una pena infinita.
Recuerdo una tarde de circo en Las Ventas: el domador ordenaba a una paquiderma apática que se tendiera en el suelo, y esta mansamente obedecía, moviéndose con lentitud hasta quedar postrada. Después, todos los niños del público éramos conminados a acercarnos y encaramarnos, uno a uno, sobre el humillado animal, mientras el domador nos tomaba una fotografía instantánea. Yo no quería subirme en la elefanta.
No he vuelto al circo desde entonces. Hace unos días recordé este episodio de mi infancia al leer la noticia de que un camión que transportaba elefantes para un espectáculo había sufrido un accidente. Uno de ellos había muerto y varios más habían resultado heridos. Las fotografías de los elefantes, desorientados y sangrando en medio de una carretera, no tardaron en aparecer en muchos medios, reabriendo el debate sobre el uso de animales en los circos.
Nunca me gustó el circo. No solo porque los animales me dieran pena. Lo recuerdo como un lugar oscuro, frío en invierno, cubierto con lonas sucias, barro y serrín. O quizá fuera la arena del albero, no sé. Cutre en todo caso.
Si la situación de los animales empleados tradicionalmente en los circos es penosa, también suele serlo la vida de las personas que integran los espectáculos. A menudo les acompaña una historia de desarraigo y exclusión. Otras veces se han visto convertidos en objetos de expositor debido a sus características o capacidades físicas: monstruos o superhéroes, mujeres barbudas o gigantes fortachones, enanos o contorsionistas, pero siempre deshumanizados. El alcoholismo y otras adicciones han perseguido a los integrantes del circo, cuyas vidas han sido frecuentemente retratadas como sórdidas y marginales.
Es un oficio, además, en el que los accidentes laborales son frecuentes. Incluso en los circos modernos que han pretendido renovar su imagen, prescindiendo de los animales y añadiendo glamour y sofisticación al espectáculo, no es raro que se produzcan accidentes mortales.
Nunca me gustó el circo, aunque soy consciente de que se ha hecho un esfuerzo por adaptarlo a los estándares morales del siglo XXI. Creo que se ha acometido un cierto ennoblecimiento del oficio, pero considero que no es suficiente. No basta con la dignificación de sus gentes. Urge la dignificación de sus animales: el circo no es para ellos.