El macguffin socialista
La moción de censura que dio la presidencia del gobierno a Pedro Sánchez se nos anunció como una operación de necesaria limpieza democrática frente a la corrupción del Partido Popular, plasmada en la sentencia del Caso Gürtel, y la, en el mejor de los casos, dejación del hasta entonces presidente Rajoy.
La moción de censura que dio la presidencia del gobierno a Pedro Sánchez se nos anunció como una operación de necesaria limpieza democrática frente a la corrupción del Partido Popular, plasmada en la sentencia del Caso Gürtel, y la, en el mejor de los casos, dejación del hasta entonces presidente Rajoy. Nada que objetar al descrédito del Partido Popular, y a la necesidad de sustituir su gobierno; pero hacerlo por otro respaldado por 84 diputados y una procesión de socios más o menos circunstanciales entre los que están el PDeCAT, ERC y Bildu, dejaba bien a las claras que esto no iba de dignidad ni sumar mayorías para acometer políticas urgentes, sino de ser califa en lugar del califa para llegar a las elecciones con el protagonismo que el PSOE no había sido capaz de obtener en la oposición. Al plegarse a estos números, los presentes, que son los únicos que “dan” desde hace mucho para el PSOE, y que incluyen a varios partidos que quieren alterar radicalmente el statu quo constitucional, los socialistas solo han hecho patente una vez más un dilema que no va a desaparecer por muchas operaciones de marketing que se emprendan desde la Moncloa, y que el surgimiento de Podemos no ha hecho sino agravar.
Cuando el PP sustituyó al PSOE como gran partido de las clases medias españolas, y le arrebató primero gran parte del poder territorial, y finalmente el gobierno de la nación, los socialistas entendieron que solo volverían al poder aunando a toda la izquierda bajo su marca y sumando en las CCAA otras fuerzas en los márgenes de la Constitución. La historia al cabo trágica del zapaterismo y el Estatut de 2006 se explica por esta huida hacia adelante, cortada en seco por el estallido de la burbuja que había sido el otro gran factor de la ilusión socialista. Aún pagamos los platos de aquel Tinell, pero el PSOE se dejó otras cosas por el camino. Por ejemplo, hacer posible un espacio de centro entre los conservadores y los socialistas para descontentos de ambos partidos por la corrupción y la crisis del modelo territorial. Hoy ese espacio amenaza tanto al Partido Popular como al PSOE, y es una de las razones, si no la fundamental, por la que Sánchez quiso el gobierno a toda costa y Rajoy prefirió entregárselo a dimitir.
Pero, volviendo a los socialistas, el dilema electoral de fondo era y es ese: que los números no dan casi nunca, y si dan, a menudo lo hacen con compañeros de dudosa lealtad. Y para vestir este muñeco de aspecto tan pedestre, había que inventarse un macguffin, o varios. Algo que distrajera la atención de la calculadora y la elevase hacia alturas morales a juego con la elevada opinión de sus propias opiniones que la intelligentsia de izquierdas suele exhibir. En un tiempo fue el austericidio, pero a las alturas de 2018, y a pesar de las cicatrices y de la desigual recuperación, esto ya no cuela salvo para los más convencidos; en la moción de junio, fue la idea de que el Partido Popular debía ser sustituido por ser inherentemente corrupto. De la corrupción del Partido Popular nadie duda, pero para convencernos de que este anhelo de pureza democrática era algo más que una excusa, el PSOE no sólo debía haber tenido una actitud muy distinta hacia sus propios e ingentes casos de corrupción en Andalucía o Valencia. Debía haber mostrado una ejemplaridad al asumir este gobierno precario y breve que no prolongase esa otra gran forma de corrupción institucionalizada: la colonización y ocupación del Estado y sus agencias como un ejército o una plaga de langosta. Debía, por una vez, no haberse tomado el Estado como un botín.
Nada de eso ha sucedido. De momento, a menos de dos meses de la moción, tenemos un proceso fallido de renovación a dedo de RTVE que ya va por siete plenos en el Congreso y que ha puesto de manifiesto hasta qué punto la coalición informal que sostiene a Sánchez es mucho más informal que coalición y se parece más bien a un mercado persa. Para dirigir el CIS no se encontró mejor profesional que un recién dimitido miembro de la Ejecutiva del PSOE, que hasta hace nada opinaba que las encuestas son “brujería”. Tenemos como presidente de Paradores a un señor sin carrera profesional fuera del partido y sin más experiencia en hoteles, que sepamos, que dormir en ellos. En el Instituto Cervantes, una institución de diplomacia cultural internacional, un reconocido poeta cuya experiencia de gestión es, de nuevo, inexistente; que fue candidato a la alcaldía de Madrid y que cree que su nombramiento es “un gesto a la izquierda en sentido amplio”, como si las instituciones estuvieran para hacer gestos o para darle regalos a tus compañeros de militancia o secta. Para no extendernos más, y no mencionar aviones, helicópteros ni otros episodios grotescos, Correos le ha caído en suerte al anterior jefe de gabinete de Sánchez.
En el capítulo noveno de Guerra y paz, el joven conde Rostov participa en la escaramuza de Schongräbern, su primer combate. En la confusión del choque, cuando cae de su caballo muerto, se dirige a unos hombres vestidos de azul en busca de ayuda. Tarda algo en comprender, al ver que llevan prisionero a un húsar ruso como él, que son franceses y no van precisamente a ayudarlo. Mientras los ve acercarse, incapaz de moverse, se dice “¿Quiénes son estos hombres y por qué vienen a por mí, si todos me quieren tan bien?”.
Algunos socialistas, como el joven conde Rostov, parecen no haber entendido aún que la labor de la oposición es hacer oposición, y que si te metes en una batalla es más que posible que recibas fuego desde el otro lado. Esto es así por la propia naturaleza de cualquier democracia con elecciones competitivas. Incluso cuando eres de izquierdas y estás investido de esa clara superioridad moral que te otorga la militancia en una organización socialista. Pero es que además, el actual gobierno no ha asumido sus funciones con el ánimo de dignificación y pacificación de la vida pública que nos habían vendido sus portavoces oficiales y extraoficiales, sino con el poco disimulado plan de atizar el partidismo y ocupar hasta el último rincón del Estado y lo público para los suyos. Como dijo el clásico, cada generación debe descubrir por su cuenta el amor, el hacerse mayor y al PSOE; y el actual gobierno parece decidido a darnos un curso intensivo de los peores vicios del socialismo ochentero y del zapaterista, con bastante poco, o nada, de sus virtudes.