Comienza un nuevo curso, ¡sapere aude!
Permítame el lector rogarle que, por unos instantes, se figure la siguiente escena. Un caminante, de no muchas luces, se topa, mientras atraviesa un frondoso bosque, con un río que debe por fuerza franquear si de llegar a su destino se trata. El hombre empero vacila, pues siente miedo de la corriente y no divisa ni aguas arriba ni aguas abajo vado alguno que le facilite el tránsito.
Permítame el lector rogarle que, por unos instantes, se figure la siguiente escena. Un caminante, de no muchas luces, se topa, mientras atraviesa un frondoso bosque, con un río que debe por fuerza franquear si de llegar a su destino se trata. El hombre empero vacila, pues siente miedo de la corriente y no divisa ni aguas arriba ni aguas abajo vado alguno que le facilite el tránsito. De manera que, como mente no muy preclara que es, decide sentarse en un cancho cercano y aguardar a ver si el raudal se extingue; cree que solo entonces, cuando el cauce ya carezca de hasta el menor hilillo, podrá determinarse a cruzar. Mas su estratagema es necia: el río, “corre y correrá por todos los siglos, rápido”. O, como diríamos con el latín de Quinto Horacio Flaco, “at ille / labitur et labetur in omne uolubilis aeuum”.
Menciono los versos de Horacio porque es suya esta imagen del gaznápiro apoltronado junto a un río en espera de que cese de fluir para entonces poderlo salvar. ¿Y por qué hubo de recurrir este viejo poeta romano a parejo símil? La respuesta a esta pregunta nos saca de las espesuras y las riberas fluviales y nos transporta de vuelta a donde nos encontramos: a inicios de un nuevo curso académico, en que profesores y estudiantes nos aprestamos a dedicar todo un flamante año a aprender y a enseñar. Porque Horacio utilizó esa parábola en una situación en buena medida similar.
Lo hizo en concreto con unas estrofas, en forma de epístola, publicadas en el año 20 antes de Cristo. Allí Horacio se dirige a un joven alumno de retórica, de nombre Lolio Máximo. Este se halla inmerso en sus estudios en Roma mientras Horacio anda disfrutando de Palestrina, población ubicada a unos 40 kilómetros de la capital; pero tan largo trecho que los separa, ya antes de la invención de la educación a distancia e internet, no es ni ha sido nunca óbice para que un docente con muchas ganas de enseñar, como Horacio, se comunique con un discípulo con muchas ganas de aprender, como Lolio. Y por ello Horacio le escribe una carta, la segunda de su primer libro de epístolas, en que le incita a aprovechar sus estudios de tal suerte que su vida ya no sea luego nunca igual; que los atrape con pasión, que los devore, hasta el punto de que cada mañana, antes del alba, ya pida un libro y una lámpara con que irlos avanzando (“et ni / posces ante diem librum cum lumine…”).
Se trata de una misiva deliciosa, que humildemente recomiendo al lector paladear estos días en que cuantos andamos afanados en la educación afrontamos un nuevo año de la misma. Comprobarán que Horacio hace recomendaciones de lo más suculentas al joven Lolio; y las hace de modo tan bello que resulta tentador dejar que nos persuada.
Nuestro poeta le exhorta, nos exhorta, a evitar que la envidia o la ira torturen nuestros días, pues son pasiones capaces de someter incluso a los más rígidos tiranos (“inuidia Siculi non inuenere tyranni / maius tormentum”); aconseja que nos conformemos con satisfacer las necesidades básicas e impongamos férreos límites a nuestro deseo (“certum uoto pete finem”), pues si no el ansia de acumular riquezas o fama será insaciable y nada que obtengamos nos cundirá más que “una cítara en oídos sucios” (“auriculas citharae collecta sorde dolentis”); sugiere además que nuestras primeras lecturas juveniles sean especialmente dignas, pues al alma le sucede como a las ánforas, que conservan mucho tiempo el olor de aquello que las colmó primero (“quo semel est imbuta recens seruabit odorem / testa diu”).
Ahora bien, de entre tan lucrativa enseñanza horaciana, aquí me sujetaré yo solo a dos palabras de uno de sus versos, que habrán visto ustedes ya en el título de este artículo: “Sapere aude”. Este latinismo es hoy el lema de varias universidades (entre ellas la mía), probablemente por el realce que siglos más tarde le daría todo un Immanuel Kant. Pero concentrémonos en el uso que hace de esta expresión Horario: ¿por qué nos pide “sapere aude”, es decir (como cabe traducir esa expresión romana), que nos atrevamos a saber?
El motivo es que Horacio, como todos los clásicos, nos conocía perfectamente. Sin importar que nos separen de él más de veinte siglos. Horacio sabía que los humanos somos seres extraños, y que, aunque nos apresuramos a limpiar de nuestros ojos una simple mota de polvo que los incordie, sin embargo postergamos días, meses, ¡incluso años!, el ponernos a limpiar las manchas de ignorancia que atribulan nuestra alma (“Nam cur, / quae laedunt oculum, festinas demere, si quid / est animum, differs curandi tempus in annum?”). Hasta el extremo de que algunos jamás llegan a atender en serio a los maestros que nos muestran cómo acicalar nuestra mente. “Si no diriges tu tesón a los estudios y acciones honestas, despierto serás torturado por la envidia y la pasión” (“si non / intendes animum studiis et rebus honestis, / inuidia uel amore uigil torquebere”). Por eso Horacio insta a su alumno Lolio a darse prisa, a no procrastinar, pues sabe que Lolio, que nosotros, somos muy de dejar para mañana lo que podríamos hacer hoy. Y lo hace así:
Dimidium facti, qui coepit, habet; sapere aude!
Incipe! Qui recte uiuendi prorogat horam,
rusticus exspectat dum defluat amnis: at ille
labitur et labetur in omne uolubilis aeuum.
Es decir:
Quien empieza, ya tiene hecha la mitad de la cosa; ¡atrévete a saber!
¡Empieza! Quien retrasa la hora de vivir rectamente,
espera como el hombre tosco mientras el río fluye: pero este,
corre y correrá por todos los siglos, rápido.
Nos topamos aquí ya con nuestro viejo conocido, aquel varón poco avisado que esperaba a orillas del río, mentecato, a que este desistiese de correr para así poderlo franquear. No es un encuentro cómodo: lo que Horacio nos está diciendo es que, si no nos lanzamos ya a engullir libros y maestros, clases y compañeros, si remoloneamos como si aguardásemos a no sé sabe muy bien qué, estamos siendo como aquel badulaque que esperaba a que los ríos se paralizasen. No, no seáis como él (nos anima), al fin y al cabo, con solo poneros a aprender ya habréis conseguido la mitad de nuestro objetivo: “hay un proverbio [griego], en efecto, que afirma que los comienzos son ya la mitad de la obra”, había recordado, tres siglos antes, Platón. Así que, atrévete a saber, ¡empieza! “Sapere aude! Incipe!”. ¡Estamos ya al inicio del curso, es una ocasión excelente, no lo demores más! El río de la vida no se te parará a esperar.