El 'look and feel' de la nueva burguesía
Todo el que pasea por una vieja ciudad europea, y le presta un poquito de atención a lo que ve, llega siempre la misma conclusión: antes se hacían mejor las cosas.
Todo el que pasea por una vieja ciudad europea, y le presta un poquito de atención a lo que ve, llega siempre la misma conclusión: antes se hacían mejor las cosas. Con solo pausar ante una vieja puerta de madera, por ejemplo, o ver los patrones de los edificios de ladrillo, o posar la mano en una manilla antigua, o fijarse en las tejas viejas, o los ornamentos neoclásicos en el umbral, sin hablar ya de entrar en una iglesia y echar la mirada arriba, o caminar sobre la muralla de un castillo –ya solo con eso se dará cuenta. Que todo lo nuevo es más útil pero más mediocre.
Confieso sufrir algún fetiche urbano necrofílico. De preferir andar por barrios camposantos de edificios muertos –muertos en el sentido más rotundo, muertos que ya no han de volver– y congraciarme con alguno de ellos. “Doña Santa Engracia 58, cómo está usted, qué bien le han amanecido sus azulejo el día de hoy”. “Y usted, Don Echegaray 19, cómo le va, hombre. ¿Mucho botellón este fin de semana en su portal? Los chavales de hoy en día ya no entienden, hombre. No respetan a los mayores”.
A veces nos encompinchamos en cierta intriga contra los edificios nuevos. “A esta señora de Génova 31, con su enchufe ridículo, quien habrá de decirle que se cambie el peinado”. “Y estas jóvenes de Fernando el Católico 9, qué se han creído, vale, con esas terrazas tan amplias al aire. Que se cubran un poco, hombre. Se les ve de todo. Hasta la mala calidad del hierro de sus braguetas”. “¿Han visto a la nueva vecina de Lagasca 99? Ahí mudándose, vistiéndose a la luz de todos. Vaya maquillaje más barato”.
Estos nuevos edificios, productos de la modernidad corriente, hijos más de las bienes raíces que de la arquitectura, son símbolos de algo mayor, algo que en la vorágine de la industrialización perdimos en el tráfico de la llegada de los nuevos carros y los nuevos oficios. La muerte del artesano. Aquellos carpinteros, herreros, pintores y tapiceros que perdieron estatus, entre otras cosas, por no haber ido a la escuela. Por pedir demasiado por su obra y reducir los márgenes del inversor.
Ah, pero si el comprador final, es decir, nosotros, representados finalmente también en el símbolo, si nosotros, digo, pudiéramos valorar el oficio del artesano, y pagar un poco más por la puerta, o la manilla, o la teja, si nosotros por obra y causa de la oferta y la demanda hubiéramos protestado, así sea un poquito, nada de esto hubiera tenido que pasar. Pero los edificios nuevos, los más feos y mediocres de todos son síntoma de una mediocridad que en última instancia cargamos dentro. Pues el suelo no tiene que ser de madera para parecer de madera. La casa con ser de cartón se mantiene en pie. Y en general ser de la burguesía es ya, como dicen los de marketing, un simple ‘look and feel’. Algo igual de falso que una escalera de poriespán.
Cuando, ya harto de todo, termino mi paseo topándome con la iglesia, a quien no visito ningún domingo, ni voy a ninguna de sus meriendas de pan y vino, sino con quien simplemente me topo, atraído distraídamente por su peso, en estos mis paseos necrofílicos, y entro… bueno. ¿Cómo saludarle? Es la anciana arquetípica del cuento, inmortal, canosísima, con pieles tan arrugadas que pareciera cubierta de laberintos. Hechicera de luz y sombra, centinela de alguna magia, algún secreto. Doña Santa Iglesia de San Jerónimo el Real, doñita –digo entrando cabizbajo– ¿puede usted perdonarnos?