El suicidio de los indios de Vaupés
Quizás la noticia no me hubiera afectado tanto si no llevara conmigo la imagen de aquel pie diminuto. Creo que fue en el cruce de la 74 con la séptima, en Bogotá. Una india adolescente sentada en el suelo estaba tejiendo con lanas de colores. Frente a ella había un bote de plástico vacío. No rogaba. No pedía caridad. Ni tan siquiera levantaba la mirada de su labor.
Quizás la noticia no me hubiera afectado tanto si no llevara conmigo la imagen de aquel pie diminuto. Creo que fue en el cruce de la 74 con la séptima, en Bogotá. Una india adolescente sentada en el suelo estaba tejiendo con lanas de colores. Frente a ella había un bote de plástico vacío. No rogaba. No pedía caridad. Ni tan siquiera levantaba la mirada de su labor. Tenía las piernas y la cintura cubiertas con una manta rojiza con decoraciones azules y amarillas. De un borde de la manta salía, como un grito, aquel minúsculo pie de bebé. Le eché unas monedas. Ni me miró. Intenté hablarle, pero me pareció que no comprendía el español. Proseguí mi camino sin saber si había obrado correctamente. ¿Y si mi limosna estaba contribuyendo a hacer de aquella mujer una mendiga? Los pros y los contras se me enredaban y confundían mientras se mantenía diáfano, con su poder de convicción intacto, aquel pie desnudo. Decidí que seguiría echando dinero en los botes de las indias que me encontrara para poder ganarme el viático, el derecho a andar con la cabeza alta por las calles de la capital de Colombia.
Poco después me encontré con la noticia a la que he comenzado haciendo referencia. Era un artículo no demasiado extenso sobre los suicidios de los indios cubeo en la región de Vaupés. Algunos hablan de “la epidemia de las cuerdas”, porque hay algo, una fuerza oscura, que empuja a ahorcarse a estos indígenas con un fatalismo incomprensible. Mientras en Colombia la tasa de suicidio es de 4,9 por cada cien mil habitantes, en Vaupés alcanza el 38. Es un fenómeno nuevo y extraño que cuenta con mil explicaciones sobre sus causas y ninguna certeza. Los indios creen que todo empezó con una maldición de un jefe cuya hija se suicidó por desamor. Como no podía sobrellevar él solo tanta pena, decidió lanzar un conjuro al aire para compartir su dolor con las 27 comunidades de la región. Los antropólogos prefieren hablar de “transculturización” y del no-lugar en el que viven estos indios, que ya no es la selva y aún no es la vida urbana. Algunos residentes de la zona aseguran que los jóvenes no pueden soportar que las muchachas de su tribu los releguen y prefieran a los colonos ya asentados en los pueblos. Pero esto no explica los temblores. A veces comienza a temblar una mujer y sus espasmos se expanden como energía eléctrica entre el resto de las mujeres de la tribu. Los brujos suelen tratar con éxito este trastorno con agua bendita, pero algunas acaban buscando una cuerda y colgándose de la rama de un árbol o de la viga de una casa. Tampoco explica el suicidio de adolescentes y niños, algunos de 9 años. A veces se ahorcan varios hermanos de una misma familia. Nadie parece tener una explicación sensata de todo esto y me da la sensación que las autoridades prefieren hablar poco de lo que no alcanzan a comprender.