La cuadratura del círculo catalán
El experimento separatista —empieza a ser difícil llamarle proceso a algo que hace años que gira sobre sí mismo— ha abierto las puertas de la sociedad catalana a una retórica izquierdista, pero no de cualquier izquierda.
El experimento separatista —empieza a ser difícil llamarle proceso a algo que hace años que gira sobre sí mismo— ha abierto las puertas de la sociedad catalana a una retórica izquierdista, pero no de cualquier izquierda, no la de una socialdemocracia escandinava, sino la de una izquierda propia de otras latitudes, la populista: la del clamor del pueblo y el líder carismático, la del victimismo que conduce al resentimiento y a la irresponsabilidad, la de la confusión entre deseos y derechos, la de la devaluación de la verdad. Es la tentación de los perezosos que prefieren odiar antes que pensar, que canjean ideas por emociones y que crean enemigos para no tener que negociar soluciones. Solo así se entiende que cuando habla de ampliar su base, el nacionalismo no mire más que hacia la extrema izquierda. Solo así se entiende que una de las burguesías más privilegiadas de Europa haya acabado jugando a la desobediencia y a la revolución poniendo estúpidamente en riesgo tanto sus intereses como la estabilidad de la democracia.
Con todo, y a pesar de todas las evidencias, el independentismo permanece ciego al daño que causa. Niega en bloque que se haya deteriorado la convivencia entre catalanes, confirmando que vive de espaldas a la pluralidad de la sociedad catalana. Así, cuando centenares de miles de catalanes salieron a las calles de Barcelona el 8 de octubre del año pasado para protestar contra el golpe separatista, la primera reacción del nacionalismo fue negar la catalanidad de aquellos que habían roto su silencio para expresar alto y claro que ja n’hi ha prou. En el mejor de los casos, voceros de los medios públicos catalanes enredaban diciendo que los manifestantes venían de fuera de Cataluña. Otros, como el entonces diputado Lluís Llach, los llamaron directamente “carroña”. Un año después del golpe a la democracia, sigue existiendo miedo entre una parte importante de la población catalana y no precisamente entre la que contamina el espacio público con plásticos amarillos. La última encuesta de GESOP para El Periódico indica que más del 80% de los catalanes no independentistas consideran que se ha deteriorado la convivencia social y más de la mitad de ellos confiesa que se siente incómodo al hablar de política. Que en plena Europa del siglo XXI haya una parte de población que tenga miedo a expresar lo que siente o piensa indica que tenemos un problema de libertad.
Esta es una realidad que el gobierno socialista de Pedro Sánchez no parece, o más bien no le interesa, entender. Lo que antes era rebelión y racismo ahora son travesuras y malentendidos. Es más cómodo no ver el problema, pero es un error fatal pensar que dejarnos comer por el tigre es la mejor forma de saciarlo. Blanquear el pensamiento supremacista de Torra, como está haciendo el PSOE, es asfaltar el camino hacia el infierno de un segundo golpe. Es abandonar al constitucionalismo en Cataluña. Y es que los catalanes no independentistas no están mejor ahora que hace unos meses. No se debe confundirse silencio con tranquilidad. No debe confundirse miedo con aquiescencia. En Cataluña no habrá solución mientras una parte de los catalanes no se atrevan a decir lo que piensan sobre la situación política a sus familiares, amigos o compañeros.
Mostrar la máxima firmeza democrática ante los planteamientos del separatismo político no solo es compatible con trabajar por la reconciliación social, es condición sine qua non. Bajar la cabeza ante el supremacismo sería someterse, no reconciliarse. La auténtica reconciliación exige, pues, el reconocimiento de la catalanidad de los no independentistas, un reconocimiento que actualmente se niega desde los partidos nacionalistas. Y tampoco habrá reconciliación sin verdad y sin justicia, sin que aquellos que rompieron el pacto constitucional asuman las consecuencias de sus actos. Compaginar la sólida defensa de los valores democráticos frente a los políticos separatistas con la voluntad de volver a mirarse a los ojos entre todos los catalanes con fraternidad puede parecer hoy una utopía. Puede parecer la cuadratura del círculo, pero es el más elevado objetivo por el que merece la pena luchar en la política catalana actual. Así lo entiende Alejandro Fernández y así lo explicó en su primer discurso como presidente del Partido Popular Catalán el pasado sábado, mientras los compromisarios le escuchaban con una mezcla de ilusión y la consciencia de la magnitud del reto que el partido tiene por delante.
En los últimos meses, muchos catalanes descubrieron que Alejandro Fernández sabía desmontar la impostada y vacua solemnidad del separatismo con la inteligencia irónica del que le espeta a Torra que no es, precisamente, un “saltador de pértiga noruego”, sino un “españolazo” como todos nosotros. Ahora los catalanes también saben que para el presidente del PPC la ética democrática exige que la prioridad sea recuperar la convivencia cívica. Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo cuadrar ese círculo? El constitucionalismo no dispone de los recursos del nacionalismo, por lo que ante el taladro de la propaganda separatista no hay más remedio que usar la inteligencia y la fuerza de las mejores ideas. Hay que dejarlo claro: la independencia de Cataluña no es posible contra el Estado de derecho, contra la comunidad internacional y contra la mayoría social. El debate ya no debería ser independencia o statu quo. Nunca debería haberlo sido. El debate debería ser cómo reformamos las instituciones y cómo alcanzamos y hacemos sostenible la sociedad del bienestar ante los enormes retos demográficos, tecnológicos y geopolíticos —que apenas asoman en el discurso público—. Cuando el emotivismo encona las posiciones y hace imposible la resolución de un debate, los inteligentes vencen cambiando, precisamente, de debate. Así lo hicieron algunos de los referentes políticos de Alejandro Fernández como los padres fundadores de la Unión Europea o renovadores de la derecha como Reagan y Thatcher. Ganaron cambiando el eje de conflicto, ganaron por elevación.
El Partido Popular Catalán tiene mucho que decir en el futuro de Cataluña. Ciertamente es un partido con recursos escasos en el día de hoy, pero también es un partido que ha adquirido una sólida fibra moral y que está formado por unos seguidores que no persiguen prestigio o caminos fáciles, sino aquello que creen que es justo. La combinación de firmeza e inteligencia que muestra Fernández debe ser una esperanza para todos ellos. Además, ante el hartazgo que produce la matraca irreal del separatismo, no pocos -también fuera del Partido Popular- escucharán con agrado las propuestas de un liberalismo conservador renovado que, aunque no prometa un mundo perfecto, sí garantiza pasos firmes hacia un mañana mejor. Ante tanto populismo y adanismo, ofrecer un proyecto político sólido es la mejor manera de ganarse el derecho a ser escuchado.