Exaltación de la dignidad
El otro día estaba acodado viendo a unos niños jugar al fútbol con toda la dedicación de un jubilado. Esperaba a mi hijo, pero terminé siguiendo los lances del juego con un interés inusitado en un escéptico del fútbol como yo. Vi que, mucho más que los goles, resultaban excitantes, para los niños y para mí, los chutes que se estrellaban en el larguero o en la escuadra (lo máximo) o en alguno de los postes. El chasquido del balón transmitía mucha más épica, porque tenía el mismo merecimiento que un gol, o más, por lo ajustado, y a la vez, por el viril sabor del fracaso. No derrotaba al rival, era un plus y un acicate para la lucha de ambos equipos, que se reanimaba.
El otro día estaba acodado viendo a unos niños jugar al fútbol con toda la dedicación de un jubilado. Esperaba a mi hijo, pero terminé siguiendo los lances del juego con un interés inusitado en un escéptico del fútbol como yo. Vi que, mucho más que los goles, resultaban excitantes, para los niños y para mí, los chutes que se estrellaban en el larguero o en la escuadra (lo máximo) o en alguno de los postes. El chasquido del balón transmitía mucha más épica, porque tenía el mismo merecimiento que un gol, o más, por lo ajustado, y a la vez, por el viril sabor del fracaso. No derrotaba al rival, era un plus y un acicate para la lucha de ambos equipos, que se reanimaba.
Las dimisiones tienen también ese sabor agridulce tan exultante de un buen balón que se estrella en la escuadra. La del juez Marchena nos ha puesto a todos de pie en el estadio de la opinión pública, llevándonos las manos a la cabeza y gritando: “¡Huy!” Desde luego, la épica ha sido mayor que si hubiese aceptado su puesto con todos sus avíos y no hace falta decir nada de hasta qué punto el juego se ha reanimado. La moral ha salido ganando, en este caso, porque todos creemos más en la división de poderes gracias a un «no» a tiempo.
Pero yo no vengo a analizar una dimisión en concreto, sino a alabarlas todas. Esto es, aplaudir al gesto del que dice: «Por ahí no paso, adiós, muy buenas». La dimisión es la pariente ruidosa de la objeción de conciencia, con más casuística, pero con la misma dignidad personal inapelable. El problema de las dimisiones es que, a veces, son demasiado heroicas o, incluso, martiriales, si el dimisionario no tiene un puesto de trabajo al que volver.
No conocí a mi suegro, pero en casa lo recordamos mucho, por las cosas que cuenta (y las que siente) mi mujer. Una de ellas es que le explicó para qué servía tener un patrimonio, fundamentalmente: para poder irte. No se puede decir mejor: es el gran privilegio, la salvaguarda de la conciencia y, por tanto, de la libertad. Por eso, la propiedad es tan importante.
Un funcionario, con su plaza a las espaldas, siempre tiene más fácil dimitir, y eso es uno de los grandes beneficios de la función pública. No te obliga a agarrarte al sillón con toda la irracionalidad del instinto de supervivencia. Quien no tiene plaza ni patrimonio, lo tiene más complicado, y me parece injusto. Ahora que tanto nos preocupa la igualdad, quizá se podría arbitrar una beca de la dignidad que cubriese a los dimisionarios por honestidad o por coherencia durante dos o tres años. En España saldríamos ganando todos, pues nada necesitamos más que un buen puñado de dimisiones.