Salgamos a patinar
El día de Año Nuevo amanece distinto. El mundo puede ser el mismo, objetivamente hablando, pero la mirada personal cambia el color del cielo y enfría más la helada. Yo siempre pienso que es el día más frío del año, como si estrenáramos una casa extraña en el monte en la que aún no se ha encendido la calefacción.
El día de Año Nuevo amanece distinto. El mundo puede ser el mismo, objetivamente hablando, pero la mirada personal cambia el color del cielo y enfría más la helada. Yo siempre pienso que es el día más frío del año, como si estrenáramos una casa extraña en el monte en la que aún no se ha encendido la calefacción. Se me aparece el nuevo año como un lago de hielo que hay que cruzar, blanco, recién congelado. Lo miro. Miro el paisaje del nuevo año y me preparo para la excursión. Pero todavía no, en unos días, cuando sepamos mejor de qué está hecho ese hielo, su grosor y tal.
Uno puede pensar, con la lógica de no vivir en las supersticiones, que un año es igual que otro, pero esto sería verdad si siempre nos sintiéramos igual y estuviéramos en la misma estación emocional. Quizá, lo que no valga de mucho, son esas resoluciones de enero: adelgazar, ponerse en forma, dejar de fumar, pero yo sé que no hay un año igual al siguiente, sobre todo cuando ha habido un hundimiento en el hielo, una muerte en la familia. Inevitablemente, cada año es comparado con el anterior y esa desgracia cobra la forma de un barómetro de la felicidad. ¿Este año estoy mejor? Lo estoy. ¿Al siguiente estoy mejor? Lo estoy, y así, cada año es mejor que el anterior en casi todos los casos, por comparación con el peor año de nuestra vida. (si sabemos guiar con las riendas de la pena).
Y no sólo cada año es mejor que el anterior, sino que cada desgracia es menos traumática porque tengo las herramientas para ajustarme el corazón.
Porque a la pena, uno se acostumbra, pero no de una forma pasiva, sino cambiando costumbres, como aquel ex fumador que deja de tomar café para que no le apetezca el cigarrillo. Te vas ajustando, cada año, con cada reinicio del programa vital, y además, te acostumbras, como te acostumbras desde niño a tener sombra. A veces, la sombra te asusta si haces un movimiento brusco, o te sorprende donde no la esperas, como un fantasma fugaz. A veces, la sombra es interesante, cuando el sol del invierno la alarga como un hombre del Greco y nos entretiene, evoca cosas, inspira, así que no conviene que la hagamos desaparecer del todo. Pero es la sombra, nada más, y no puede hacernos daño.
Los eventos tristes marcan, las desapariciones nos agarran, cargando sobre nosotros responsabilidades, burocracias, preocupaciones o, incluso, motivaciones para brillar que no esperábamos. Tener metas en el horizonte es bueno, estar desengañado de ellas, también, porque mirar hacia ese mar de hielo que acaba en la playa dorada del verano consiguiendo cosas o sin conseguirlas, es un regalo.
En el año nuevo, yo entro con cuidado, mirándolo, planeando el futuro con el lápiz de hacer bocetos, sin rellenar la hoja del primer mes del calendario con mucho colorido, para no sentirme decepcionada. Entro en el año pisando el hielo, escuchando el crujido, para buscar los zapatos adecuados, o qué demonios, ¡patines!
Entro en el hielo igual que entro en cada día de cada semana de cada mes, con el sol en lo alto y la sombra a los pies, pero sabiendo que todo ha cambiado, que hay una magia interior que nos hace ver las cosas como una tabla rasa sobre la que marcar nuestra mejor presencia. Tiene que ser especial. Es especial. No lo celebramos o lo odiamos sin medida por ser un día cualquiera de un mes cualquiera.
Pasen al nuevo año con cuidado, con buenas intenciones, queriendo más de la vida pero sabiendo que nada importa más que el amor de los que nos rodean. Entren valientes y quieran a sus fantasmas. Salgamos, una vez más, a patinar.