¿A quién votamos nosotros?
Advierto que, más que una columna, lo que sigue es una reflexión melancólica. Por mucho empeño que uno ponga en que su texto sea algo original y sugestivo, por más que uno tache y vuelva a empezar, hay veces que lo único que sale es el garabato triste de un problema irresoluble.
Advierto que, más que una columna, lo que sigue es una reflexión melancólica. Por mucho empeño que uno ponga en que su texto sea algo original y sugestivo, por más que uno tache y vuelva a empezar, hay veces que lo único que sale es el garabato triste de un problema irresoluble.
No sé cuántos somos, pero sí que contamos cada vez menos. No sé si llamarnos huérfanos o náufragos. Lo importante es que somos las víctimas de esa perversa encrucijada de la política española, que resumiría así: los partidos que defienden el Estado no se preocupan por la justicia social, y aquellos que se interesan por la justicia social no defienden el Estado. A estas alturas del partido, da cierto reparo tener que recordar que el Estado, a través de las políticas públicas, es la única máquina redistributiva que tenemos, y que compadrear con quienes buscan dividirlo en subcomunidades, o escindirlo para apropiarse de buena parte de sus recursos, es contribuir a aniquilarlo. De ahí la pregunta: ¿a quién votamos nosotros? ¿A quienes pregonan un Estado fuerte, pero lo vacían de recursos, “poniendo el dinero en los bolsillos de los ciudadanos”, o a quienes se llenan la boca hablando de justicia social mientras contribuyen a desmantelarlo?
En los últimos meses la izquierda ha puesto sobre la mesa medidas necesarias, como la mejora de las ayudas a la dependencia, los programas contra la pobreza infantil, el decreto contra los falsos autónomos o el aumento de becas para la educación universitaria, por nombrar algunos. Sin embargo, esa misma izquierda sigue sin hacerse cargo de una obviedad que lacra toda su capacidad ejecutiva, y hasta su credibilidad: en España no puede haber un verdadero compromiso con la justicia redistributiva sin enfrentarse al nacionalismo. O lo que es lo mismo: no hay modo de redistribuir justamente los recursos asumiendo el lenguaje y condiciones de los nacionalistas.
A veces conviene que la política se salga de la palabrería grandilocuente y se ocupe de preguntas más concretas, por ejemplo: ¿debe el Estado invertir los mismos recursos en un niño que nace en Extremadura que en un niño que nace en el País Vasco? Por el momento, la izquierda, con sus actos, responde que no. Y la derecha, aunque responde positivamente, aprueba medidas consecuentes con su ideología –véase el acuerdo para la reforma del impuesto de sucesiones en Andalucía- y que, por tanto, limitan la capacidad de la Administración para implementar políticas sociales. Quizá la derecha, cuando habla de unidad, esté pensando más en la nación que en el Estado; no sería nada nuevo. Pero la postura de la izquierda es menos comprensible. Spain is different. En España defienden el concierto vasco tanto el economista liberal Juan Ramón Rallo como los dirigentes de Podemos. Estos últimos son capaces, en el mismo discurso, de clamar contra la competencia que tienen las autonomías para bonificar el impuesto de sucesiones, y de defender el derecho de Cataluña a la secesión unilateral. Es su tónica general: por un lado va el eslogan y por otro los actos, que suelen servir para dinamitar el principio de igualdad de oportunidades.
Y así estamos, hablando de cordones sanitarios cuando lo único que está acordonado y perpetuamente excluido de la oferta parlamentaria es una opción de izquierdas real, que defienda la igualdad entre todos los ciudadanos, en tanto individuos, vivan donde vivan. Y así seguiremos, ahora franqueados por unos lunáticos que quieren volver a 1960 y otros que creen que seguimos allí. En medio sabemos lo que hay, pero no es suficiente. Y en alguna parte estamos nosotros, con la tristeza de saber que, votemos lo que votemos, nos estaremos traicionando.