Final de legislatura
Nada ha salido como se preveía. Cuando Pedro Sánchez nombró su primer gobierno, enseguida se habló del jogo bonito de un equipo de ministros estelar frente al tosco catenaccio que se reprochaba a Rajoy. Llegaba la alegría, la diversión, una nueva meritocracia ajena a las servidumbres partidistas y llamada a modernizar el país después de unos años de pretendido oscurantismo.
Nada ha salido como se preveía. Cuando Pedro Sánchez nombró su primer gobierno, enseguida se habló del jogo bonito de un equipo de ministros estelar frente al tosco catenaccio que se reprochaba a Rajoy. Llegaba la alegría, la diversión, una nueva meritocracia ajena a las servidumbres partidistas y llamada a modernizar el país después de unos años de pretendido oscurantismo. Se anunciaba la esperada pacificación de Cataluña, la reversión de los recortes sociales y la mejora de unas instituciones debilitadas por la aluminosis de la corrupción masiva y el azote retórico de los populistas. Muy pronto, sin embargo, se descubrió que los hechos no respondían exactamente a las expectativas. La fragilidad parlamentaria se traducía en un rompecabezas de encaje imposible; la elección de algunos de los ministros se demostró manifiestamente mejorable; el diálogo con la Generalitat se atascó tan pronto como se pudo comprobar la cerrazón demagógica que rige en Waterloo; y las continuas cortinas de humo ideológicas que se lanzaban no hacían sino irritar a una parte de la ciudadanía necesitada de estabilidad y sosiego más que de interminables guerras culturales.
Si nada ha salido como se preveía, puede afirmarse que mucho de lo ocurrido era previsible. Sánchez buscaba resistir en el poder más que gobernar, en gran medida porque, sólo resistiendo, puede aspirar a gobernar otra vez en un futuro. El momento elegido para convocar elecciones avala esta hipótesis, que no es ajena al tracking diario de la demoscopia electoral. Tras romper con el independentismo y escenificar el miedo al retorno de la derecha radical, el PSOE aspira a vender la opción del mal menor frente a los extremos. Que lo logre o no depende de muchos factores, todavía impredecibles: ¿qué marco va a decidir el voto de los españoles, el territorial o el ideológico? Y, ¿cómo influirá la Ley d’Hondt en la asignación de escaños, cuando la crisis de Podemos reagrupa a la izquierda y la irrupción de Vox fractura a la derecha? ¿Quién se impondrá en campaña asumiendo la imagen de hombre de Estado? Es pronto aún para saberlo, aunque se dilucidará rápidamente, en apenas unos meses. La política se ha acelerado demasiado y eso no augura nada bueno. Y es que, sin mayor estabilidad, la brecha social y cultural permanecerá abierta.