¿Tolerancia cero?
En los días pasados ha tenido lugar en Roma una cumbre de presidentes de conferencias episcopales, para abordar la lucha contra los abusos a menores. Al menos desde hace unos quince años, parte del diagnóstico y de las soluciones son evidentes. Otra cosa es que se actúe en consecuencia, y que cambie la cultura dentro de la Iglesia, especialmente en los países con menos recursos y de culturas menos favorables al rigor institucional.
En los días pasados ha tenido lugar en Roma una cumbre de presidentes de conferencias episcopales, para abordar la lucha contra los abusos a menores. Al menos desde hace unos quince años, parte del diagnóstico y de las soluciones son evidentes. Otra cosa es que se actúe en consecuencia, y que cambie la cultura dentro de la Iglesia, especialmente en los países con menos recursos y de culturas menos favorables al rigor institucional.
Mientras tanto, el depósito de credibilidad de la iglesia, e incluso del papa Francisco, está en la reserva. La llamada inicial del Papa a tomar medidas concretas durante la cumbre está pendiente de verificarse: en los próximos días se espera la publicación de textos oficiales, incluyendo algunas reformas legales, indicaciones a los obispos sobre cómo proceder ante denuncias, así como la creación de equipos de apoyo para los episcopados con menos recursos y experiencia.
Pero a la vez, hay aspectos del análisis del problema y de las vías de solución que se han discutido en estos días, y son a veces motivo de polémica.
Por un lado, hay tres grandes narrativas en contraste sobre las causas del problema: la del “celibato y la represión sexual”; la del “clericalismo como abuso de poder”; y la de la “decadencia moral + redes homosexuales”. Los organizadores del encuentro, siguiendo evidentes indicaciones de la superioridad, han evitado discutir sobre los dos extremos, para quedarse en un razonable centro: no es momento de hablar del celibato -los abusos son igual o más frecuentes entre personas casadas-; pero tampoco de aclarar cuál es la explicación de que el 80% de los casos -en todos los países donde hay datos- sean de abusos no a niños o niñas, sino a adolescentes púberes varones.
El Papa mismo en su mensaje final ha abierto el foco en profundidad y amplitud: la raíz última de los abusos está en la maldad humana y en el Maligno que la instiga. Y, por otro lado, el problema de los abusos es una tragedia global, como documentó con abundantes estadísticas. Millones de niños y niñas son abusados en el entorno familia, educativo, deportivo, etc.; el negocio del turismo sexual y la pornografía en internet son dos gravísimos problemas. El Papa ha querido así aprovechar el encuentro para liderar una cruzada mundial. Pero muchas víctimas dudan de que tenga la autoridad moral para hacerlo y lo han visto como un echar balones fuera.
Más allá del diagnóstico, hay también debate sobre las medidas adecuadas para extirpar el problema. El caballo de batalla principal ha sido y sigue siendo la tolerancia cero. El otro es el modo en que se hará rendir cuentas a los obispos por su gestión de los casos de abusos. Ambos temas son de la máxima sensibilidad en Estados Unidos. La conferencia episcopal de ese país tuvo un choque con el Vaticano en noviembre pasado a propósito del modo en que se juzgarían los casos de obispos encubridores.
La tolerancia cero es un lema enarbolado por la iglesia americana desde 2002, cuyas implicaciones son ambiguas. Se ha recordado que ya Juan Pablo II afirmó que no había sitio en el sacerdocio para quien dañara a los menores. Pero no está claro si pueden universalizarse algunas manifestaciones de la misma: la denuncia ante las autoridades civiles en todos los casos; la publicación de nombres de sacerdotes acusados creíblemente –pero no hallados culpables-; la expulsión del sacerdocio de todo culpable, aunque sea de un solo caso, y sin aclarar qué nivel de gravedad; etc.
En estos días se ha criticado que el Papa ofreciera entre las sugerencias iniciales –que compendiaban las aportaciones del episcopado mundial- dos puntos que parecían alejarse de la retórica de la tolerancia cero. Me refiero al respeto a los principios de justicia procesal, y a la proporcionalidad en las penas. De hecho, aunque el Papa suele expresarse con rotundidad para condenar los abusos, también es sabido que en algunos casos judiciales en la santa Sede se han aplicado criterios de proporcionalidad y misericordia. El problema seguramente estriba en la falta de transparencia sobre los procedimientos y criterios aplicables a esas decisiones soberanas.
La cumbre se ha organizado en torno a la santísima trinidad de las buenas prácticas: responsabilidad, rendición de cuentas y transparencia. Como profesor de una escuela de negocios contemplo con buenos ojos que la iglesia adopte las mejores prácticas civiles. A la vez, como jurista y como cristiano, encuentro decisivo que la iglesia no pierda de vista sus dos grandes aportaciones a la civilización, que las instituciones civiles y nuestra cultura del linchamiento están en trance de olvidar. Me refiero a la justicia y a la misericordia, que solo pueden contribuir a la eficacia en la lucha contra los abusos.
La justicia y la misericordia solo son posibles si se empieza escuchando a las víctimas, como ha pedido el Papa. A la vez, no siempre satisfacen las exigencias de las mismas. El ex cardenal MacCarrick, recientemente expulsado del clero por casos de abusos, dijo una vez que el infierno debe tener un lugar especial para los sacerdotes abusadores. La Iglesia sin duda debe recordarlo: la víctima y el verdugo no se sentarán juntos a la mesa en el Reino de los Cielos, como escribió Dostoievski. Pero también debe recordar que hay un lugar especial en el Cielo para los abusadores que se convierten, y otro más alto para las víctimas que perdonan. Hay precedentes de ese feliz desenlace: en 1950, a la beatificación de María Goretti asistió Alessandro, el hombre que había intentado violarla y que acabó matándola.