El otro naufragio
La mejor crónica política que se ha escrito sobre el Procés es la de Lola García. Pero El naufragio –un libro de periodismo puro, de muchos hechos y poquísima opinión, a punto de publicarse por fin en catalán– explica pormenorizadamente una parte de lo ocurrido.
La mejor crónica política que se ha escrito sobre el Procés[contexto id=»381726″] es la de Lola García. Pero El naufragio –un libro de periodismo puro, de muchos hechos y poquísima opinión, a punto de publicarse por fin en catalán– explica pormenorizadamente una parte de lo ocurrido. Solo una. Lo que mejor cuenta es la parte protagonizada por la clase dirigente catalana: sus pugnas, sus tensiones y sus luchas desde 2012 y entorno a un poder político autonómico que iba menguando mientras al Procés avanzaba hacía su movilización pletórica y el posterior colapso del autogobierno. Pero hay una parte de esta historia que aún no ha sido relatada con la misma precisión. La parte que culminó con el operativo fracasado del 1 de octubre, el discurso del Rey que de facto desautorizó la estrategia contemporizadora gubernamental y al fin la aplicación del artículo 155 y la presentación de la querella por rebelión por parte del Fiscal General del Estado. El Procés en Madrid aún no ha encontrado al periodista que lo escriba.
Me lo hizo ver el profesor Josep Maria Lozano hace ya unas semanas. He leído buenos ensayos que interpretan el Procés y que los han escrito brillantes analistas que piensan con lucidez el presente desde Madrid (colegas de este barco subjetivo), pero todavía no he leído una crónica convincente sobre cómo la clase dirigente de la capital –en la Moncloa, en la Zarzuela, en los altos Tribunales, entre las direcciones de los partidos constitutivos del Estado de 1978– afrontó ese desafío. Dicho de otra manera, no tenemos la contraparte periodística para hacernos una composición de lugar y tratar de saber lo que sucedió de una manera más completa. Lo pensé otra vez la semana pasada mientras los abogados de la defensa interrogaban a algunos de los principales responsables políticos que durante ese período ejercían el poder.
Sabíamos que el lehendakari había actuado de facilitador a petición de la parte catalana, pero no sabíamos que dicha labor había sido atendida por el presidente y la vicepresidenta. Creíamos que la decisión de desplazar a los piolines se había tomado tras los hechos del 20 de septiembre frente a la Conselleria d’Economia, pero descubrimos que el día anterior se había hecho ya una solicitud de atraque del barco. Porque hemos descubierto ahora también que la Moncloa empezó a pensar en diversas actuaciones posibles a mediados de julio, cuando el president Carles Puigdemont provocó una crisis y exigió al nuevo gobierno el compromiso absoluto con el referéndum de todos los consellers. Esas medidas nos son desconocidas porque los mecanismos de opacidad del Estado funcionaron. Nadie los ha desvelado. Y lo que algún día sabremos también es si el periodismo político, a diferencia del de Barcelona (que ha reconstruido desde las palabras dichas en reuniones secretas hasta el milagro del pan, los peces y las urnas), colaboró en una operación de opacidad que implícitamente se está juzgando también en el Tribunal Supremo.