La generosidad egoísta
Los comportamientos de los fluidos humanos del atasco matinal no están suficientemente estudiados por los sociólogos
¿Soy generosa? ¿Soy egoísta? Me lo pregunto cada día. Todas las mañanas hago un recorrido de 25km desde la urbanización campestre en la que vivo hasta un barrio del extrarradio madrileño. El objetivo, llevar a mis hijos al colegio. Muchos son los kilómetros, los cruces, las incorporaciones, los atascos. Me conozco las vías de servicio por las que puedo atajar, los barrios desiertos por los que desviarme de la carretera principal, evitando las aglomeraciones matinales, sé que en el km 45 de la M40, el carril más rápido del atasco es el derecho, a pesar de que ahí se produce una incorporación de coches que vienen de Majadahonda. He pasados tantos años haciendo el recorrido, parada en los atascos, que si no observara con pasión científica el comportamiento de los demás conductores, ya me habría muerto de aburrimiento. De todo este análisis de fluidos que recorren el sistema circulatorio periférico que le da vida a la capital, lo que más me fascina es la constatación diaria del comportamiento grupal, que es absolutamente animal y también cultural según el punto kilométrico.
En determinada hora y por motivos comunes a todos los conductores: llegar al destino con la resignación del atasco y la hermandad del “somos todos iguales”, la razón individual y el libre albedrío, quedan acolchados por el comportamiento de la masa, que en general, es impecable. ¿Y por qué es tan bueno? Creo que porque tiene algo de evolutivo, de instintivo, de inconsciente tendencia al bien común. Todos somos iguales, coches grandes, potentes, diminutos, todos estamos igual de encerrados en la misma carretera con el objetivo común de llegar lo antes posible y sin incidentes a nuestro destino. En nuestro caminar unívoco, los humanos, sin saberlo, somos un equipo, una colaboración fascinante. Claro que hay algunos conductores egoístas, que parecen estar ciegos a las normas no escritas del gran rebaño de coches y estos comportamientos nos dan la idea de que los demás son egoístas, pero no es cierto. La inmensa mayoría, los cientos de coches que nos rodean, son educados, se someten al grupo, siguen las normas comunes porque las conciben como una fórmula para no tener que tomar decisiones difíciles y por tanto, una manera eficiente de poder viajar con el piloto automático, desconectando la razón y la mente consciente para cantar con la música a todo trapo, escuchar la radio o charlar con los hijos. Es decir, cuando seguimos las normas, podemos desconectar de nuestro individualismo, del egoísmo, y “somos buenos”, porque sin necesidad de reflexión, estamos colaborando con los demás al adscribirnos a la cultura común. Me hechizan esos comportamientos que contradicen el egoísmo del individuo, como hacer la fila en el lugar en el que corresponde, a pesar de que el carril de al lado esté vacío, o hacer cremallera, ese evento automovilístico del atasco, en el que los conductores que tienen preferencia en una intersección dan paso por turnos, generosamente, al vehículo que ha de unirse a su hilera, en una metáfora automovilística de que la alternancia es mejor para todos que cerrar filas contra aquellos que tratan de incorporarse al espacio que estamos ocupando.
El efecto cremallera en los atascos me fascina y no entiendo a qué esperan los sociólogos para ir por los atascos de la ciudad tomando notas sobre su ingrediente humano y cultural, porque no sucede en todas partes en las que podría darse, sino que se ejerce en aquellos lugares donde se da por imitación. En mi recorrido matinal, este efecto generoso se produce en tres ocasiones, solo tres, y no sucede a otras horas del día, de forma espontánea en situaciones similares, porque solo los conductores de la mañana, que han aprendido la conducta por imitación, respetan la norma no escrita que lleva a aplicarlo.
Construimos el mundo a nuestra imagen y semejanza, porque aquello que construimos ha de tener ciertas características que reflejan nuestras necesidades humanas, nuestro punto de vista, nuestro ser y fisiología, y no somos conscientes de ello a no ser que seamos capaces de ver las semejanzas. “Los coches tienen ojos y boca”, me dijo una vez uno de mis hijos. “Claro”, le respondí, “porque nosotros tenemos dos ojos para ver y necesitamos luz en ambos lados del rostro, después, la parrilla del radiador solo puede ir en el centro, porque ya hemos usado los laterales para los faros y su cableado. Así debió pasar con la boca, que la evolución de las especies probablemente la puso en el centro por motivos de espacio y simetría similares. Sin saberlo, los coches han evolucionado para ser más y más ergonómicos. Hemos fabricado un exoesqueleto que nos transporta y se ajusta a nuestras peculiaridades humanas como un guante, un molde, un objeto que es parte de quienes somos y refleja nuestras tendencias naturales”. Después, añadió mi hijo: “entonces, ir sentado es la tendencia natural del hombre, porque todos los coches son para ir sentados”. Reflexioné sobre ello después de reír. Sí, estar sentados, inmóviles, y usar solo el cerebro, parece ser la postura hacia la que estamos evolucionando en todos los aspectos vitales.
Insisto, los comportamientos de los fluidos humanos del atasco matinal no están suficientemente estudiados por los sociólogos. Cientos de miles de personas forman una suerte de riego corporal de la ciudad, en esos exoesqueletos que nos dan más o menos fuerza moral según su potencia, tamaño, agilidad o decadencia, pero que desaparecen como protecciones ante la igualadora congestión de las carreteras. Tampoco está suficientemente estudiado y extrapolado a otras facetas de la sociedad, como la política o la convivencia, el comportamiento amable y generoso de los conductores, que en mi opinión, es el habitual cuando se dan circunstancias problemáticas, como los atascos, y más si esos atascos son rutinarios y nos han educado en la paciencia. Tampoco creo que esté suficientemente observado el fenómeno de ceder el paso, de saltarse la norma ante una situación extraordinaria, como sucede con el fenómeno de cremallera. Sería bonito que nos viéramos desde un helicóptero imaginario, entendiendo que somos células de un gran cuerpo, marcadas por una genética colaborativa que nos lleva a ser generosos por puro egoísmo evolutivo. Somos células programadas por los instintos para pertenecer a un gran mundo, a un universo de cultura compartida, sentimientos recíprocos, en busca inconsciente de la eficiencia plena, la armonía y el bien común de la especie. Somos generosos con los demás y seguimos las normas comunes para estar mejor, vivir mejor, llegar mas lejos. O al menos, así debería ser.