Lo cursi
El ciclo político que se inició con el 15M se ha llamado con frecuencia de “repolitización”, pero también lo fue de moralización de la vida pública y, por qué no decirlo, de bastante cursilería.
El ciclo político que se inició con el 15M se ha llamado con frecuencia de «repolitización», pero también lo fue de moralización de la vida pública y, por qué no decirlo, de bastante cursilería. Después de años de juerga política y crediticia, de repente nos preocupaba mucho si nuestros representantes viajaban en business o en turista, se exigía el mandato imperativo desde viñetas en los periódicos y se publicaban correos personales para indagar en la moralidad de tal o cual foto de safari. Era la reacción lógica, que no racional, al agravio de una ciudadanía que se sentía estafada por las élites políticas y económicas, y no sin motivos. Nuestro cerebro tribal está mejor diseñado para detectar la inmoralidad y a los gorrones y mentirosos que las deficiencias en los sistemas de incentivos institucionales.
A la cabeza de la moralización se pusieron entonces algunos partidos, singularmente los que no habían gobernado nunca. Uno en particular hizo bandera de enfrentarse a la “casta”, pues no hay moralización más estricta que la que los populistas proponen entre el pueblo virtuoso y las élites corruptas. A mitad de década estas cosas se recibían con naturalidad, porque la «repolitización» era un fenómeno de la adolescencia política de un par de generaciones, y no hay nada más cursi que un adolescente. Por supuesto, la cursilería suele llevar aparejada dosis equivalentes de hipocresía y brutalidad -como borrarse de minutos de silencio en el hemiciclo por una mujer de otro partido que acababa de morir. Llegaremos a eso.
Hubo también otro género de cursilería, mea culpa, consistente en pretender que los académicos, por el hecho de serlo, tenían algo distinto y mejor que aportar a la vida pública; como si lo importante fueran ellos en lugar del conocimiento que producen. No se nos ocurrió que en el momento en que la pisaran, que la pisáramos, reproduciríamos los incentivos, el papel y los vicios de los políticos profesiones y de los denostados tertulianos y literatos; pero añadiendo además cuotas inéditas de credencialismo, soberbia y cinismo.
Podríamos decir que el apogeo de la cursilería llegó hace ahora un año, con la moción de censura de Pedro Sánchez. El personaje ya había dado muestras de su potencial tiempo atrás; por ejemplo cuando, desde la autoridad de su doctorado, llamó «indecente» al entonces presidente Rajoy en un debate en televisión; o cuando se echó a la carretera para conquistar a las bases socialistas y arremetió en una gloriosa entrevista contra los poderes fácticos que hoy reclaman su investidura.
Sánchez venía a moralizar el gobierno tras la sentencia de la Gürtel, y la moralización del «Gobierno de la Dignidad» rápidamente se concretó en una mentira dolosa sobre la convocatoria de elecciones y dos dimisiones de ministros, una de ellas por plagiar un trabajo académico en una materia sobre la que sigue impartiendo conferencias e infligiendo tribunas en prensa. No fueron tres, por cierto, porque Sánchez ya no se lo podía permitir, aunque aparecieran grabaciones de otra ministra de francachela con eso que otros cursis han llamado las «cloacas del Estado».
No acabó ahí la moralización, porque también había que moralizar entes públicos como Paradores, Correos, el CIS o la empresa nacional del uranio, poniendo a la cabeza de todos ellos a amigos y acreedores de Sánchez con credenciales tan creativas como una licenciatura en Filosofía. Mención aparte para RTVE, sobre cuyos despojos se lanzaron Sánchez y sus socios de Podemos en un espectáculo difícilmente superable, ventilado finalmente en las redes sociales y que nos tiene, casi un año después, con la señora administradora provisional cargándose aún más el maltrecho ente y echándonos broncas a los demás por el camino.
Ocioso es hablar de transparencia, ese otro fetiche heredado de los días convulsos en las plazas. Ya fuera para negociar con Torra una mesa de partidos, para desglosar el coste y la razón de sus viajes o para informar sobre su tesis doctoral, el presidente ha sabido resistirse a una moda tan ajena a nuestros usos. Hasta tal punto llegó su celo contra la transparencia que fue capaz de exhibir en un debate una petición de información de un particular como si fuera una instrucción de un gobierno autonómico.
En la noche de la lucha antifascista todos los gatos son pardos. Ah, el fascismo. Un último y claro episodio de moralización: desde antes de las elecciones andaluzas, todos los portavoces socialistas y todos los canales de su entorno se pusieron animosamente a la tarea de convertir a una fuerza extraparlamentaria en protagonista de la vida política española. De nada se privaron, y el presidente llegó a leer extractos de su programa en la tribuna del Congreso de los Diputados. Mientras, desde los medios y la academia nos señalaban con el dedito y nos advertían muy seriamente de que no hay que hablar del fascismo, no sea que crezca.
En fin, si el sanchismo ha sabido absorber a buena parte de los votantes que se fueron a Podemos, no ha sido tanto por un giro a la izquierda -ahí siguen la reforma laboral, el artículo 135 de la Constitución y las políticas migratorias de siempre- como a lo cursi, que quizás sea el producto político más destilado que nos queda de esos años. A la vez, que la cursilería en los discursos se haya puesto de forma tan descarnada al servicio de un único fin, la ocupación del gobierno y de todos los resortes de poder por Sánchez y los suyos, y que se haya normalizado en tan poco tiempo y de manera tan palmaria que los intereses del PSOE y su líder son el único faro que guía la acción del partido, de su entorno y de la izquierda cultural española, permiten recibir con optimismo el ciclo político que se abre.
A lo mejor, con un poco de suerte, acabamos de aceptar el imperio de los intereses, siquiera sean los propios, y nos libramos de ese último velo de cursilería/hipocresía discursiva que tanto empacha y tanto envenena la vida pública. Ese que permite decir, con cinco minutos de diferencia, que en España se mata sistemáticamente a las mujeres y que somos el mejor país del mundo para vivir. Sea enhorabuena.