Barcelona
Barcelona era la ciudad donde durante un tiempo hubo que ir para recordar que todos pertenecíamos a Europa
Stadtluft macht frei: «El aire de la ciudad nos hace libres». El viejo lema medieval que resumía el carácter emancipador de las ciudades –puesto que en ellas no regía la ley feudal que uncía al siervo con su gleba– sigue teniendo vigencia en el mundo de la globalización. Pues es aún en las grandes urbes donde nuestros vínculos heredados se relajan y nuestras opciones vitales se multiplican. El lugar donde las ideas se alborotan, los prejuicios se conmueven y quien más quien menos se ve obligado a ser una persona distinta de la que creía ser. Porque si de una ciudad decimos que es cosmopolita no es porque reciba muchos turistas, sino por lo difícil que es en ellas ser un nacional concienciado y militante, al experimentar uno la intimación constante a la mezcla y la hibridación. Y si es verdad que en toda gran ciudad la identidad nacional se difumina –deja de ser, por así decir, un duro núcleo para convertirse en un halo incierto– esa pérdida se compensa con el regalo de una personalidad ampliada.
Es natural, por tanto, que el nacionalismo deteste las ciudades, refractarias como son a su proyecto uniformizador y, muy en particular, a esas ciudades-mundo que azares de la historia y la geografía han hecho un telar de diferencias y abigarrados colores. Lugares donde se realizan los ensayos de la weltrepublik de los ilustrados. Lo normal es que el nacionalismo se salga con la suya y deshaga la mezcla. Como todas esas ciudades danubianas que dejaron de ser portadoras de una común cultura centroeuropea para convertirse en capitales de sus respectivas naciones con la desaparición del imperio austrohúngaro. Y no es que esté mal ser capital de una pequeña nación, pero también hay que saber lo que se pierde: el continuo zarandeo creativo que solo una ciudad sin identidad homogénea proporciona. Cierto es que la diferencia entre medicina y veneno, como se sabe, es la dosis. Hay ciudades que viven sobre fallas culturales tan explosivas que no sobreviven a una mezcolanza demasiado audaz. Jerusalén no debe de ser el lugar más atractivo donde vivir. Pero hay otras ciudades donde los solapamientos son suaves y permiten un mestizaje estable. En España tenemos una ciudad así: Barcelona. Es la ciudad donde muchos españoles entraban en contacto con la realidad catalana y muchos catalanes entraban en contacto con la realidad española y donde durante un tiempo hubo que ir para recordar que todos pertenecíamos a Europa. Nadie salía indemne de esos encuentros: es decir, todos salían enriquecidos. Por mi parte, tuve la suerte de que una mañana brillante y fresca, sobre la loma del Guinardó, alguien que representa todo cuanto Barcelona es, decidiera salirse de su órbita y cambiara mi vida para siempre. Gracias sean dadas a la ciudad.