La muerte pública
«Sea como fuere, de lo que no cabe duda es de que la muerte de quienes llevan décadas en la vida pública constituye un amargo recordatorio del destino común: su muerte es también la anticipación de la nuestra»
Comenzaba septiembre allá por 1997 y quien esto escribe, terminando ya su verano en la vieja casa familiar de la Costa del Sol, estaba decidido aquel sábado a jugar un partido de tenis en no recuerdo qué compañía. Había descubierto una rara pista de tierra en alguna recóndita urbanización de Mijas-Costa; podía reservarse en un típico pub británico situado en sus aledaños. Pero nada me había prevenido contra el espectáculo que encontré aquella mañana al adentrarme, raqueta en ristre, en la penumbra de aquel local: decenas de británicos se agolpaban en su interior y miraban el televisor con aire grave, circunspecto. Algunos me miraron con severidad; la mayoría no despegó los ojos de la pantalla. Y aunque conseguí que la dueña me diese las llaves de la pista, sentí que había profanado una ceremonia sagrada: nada menos que los funerales de Lady Di, fallecida seis días antes en París en un accidente de automóvil. Aquella retransmisión, de la que tan oblicuamente fui partícipe, representó el comienzo de una era: aquella en la que el público es incorporado de forma masiva a las exequias de las figuras públicas a través de los medios de comunicación.
Recordaba vagamente haber leído entonces un artículo sobre aquel funeral del -mientras tanto- también fallecido Vicente Verdú. Internet me ha permitido encontrarlo con facilidad: Verdú hablaba de un «psicoanalisis global». No sé hasta qué punto sus conclusiones son aplicables al luto que han exhibido los españoles con motivo de la muerte del político socialista Alfredo Pérez Rubalcaba, que conserva -como sucede con tantas otras ocasiones semejantes- un punto enigmático. Podemos hablar del fin de una era, glosar el cariño público hacia su figura e incluso afirmar que la reacción ciudadana es un comentario popular sobre la mediocridad de los políticos de ahora o su renuencia a alcanzar acuerdos. Es hablar por hablar: no sabemos qué mecanismos sacan a la gente a la calle. Puede ser admiración, contagio sentimental, deseo de participar en un acontecimiento público o genuina tristeza provocada por la desaparición de un símbolo: todo es posible y yo me remito a los psicólogos.
Sea como fuere, de lo que no cabe duda es de que la muerte de quienes llevan décadas en la vida pública constituye un amargo recordatorio del destino común: su muerte es también la anticipación de la nuestra. No lo sienten así los más jóvenes, cómodos en su colchón de décadas. Pero los que vamos cumpliendo años empezamos a sentir que poco a poco desaparecen quienes iban por delante: ayer fue Ferlosio, hoy ha sido Rubalcaba, mañana será Dylan. Se trata de esa bomba de relojería de la que habla José Antonio Montano. Y yo me acuerdo de un libro terrorífico, hermoso como un ángel de Rilke: el volumen de casi 500 páginas que el filósofo ruso de origen francés Vladimir Jankélévitch dedicó a la muerte. Allí dice que la muerte empieza por ser algo que, como todo el mundo sabe, sólo sucede a los demás. Pero el tiempo pasa y a partir de un cierto momento habla de la muerte el rostro arrugado de los viejos tanto como la lozanía de los jóvenes: todo se llena de alusiones. Así comprendemos de manera íntima que «la vida personal es una carrera de algunos decenios circunscrita en el océano de la eternidad sin límites». ¡La vida iba en serio! De ahí que toda muerte sea prematura y no digamos la nuestra: quizá esa suerte que a todos aguarda sea lo que por un momento compartimos, aun sin saberlo, cuando acontecen las muertes públicas. Es como retornar, durante unas horas, a aquel pub inglés melodramático y absurdo.