Confesiones de un profesor universitario
«La generación más preparada de la historia es un timo, pienso: si bien gozan de más ofertas educativas que sus antepasados, veo a estos jóvenes de ahora muy desorientados, sobre todo tan vulnerables»
El joven de veintitantos confiesa, apenas sabe expresarse, que es el primer libro que ha leído en su vida. Sobre la mesa de mi despacho, un volumen del roedor Gerónimo Stilton. No les propongo, a mis alumnos, una lectura específica. Dada su precaria formación lectora, prefiero que sean ellos quienes elijan un libro afín a sus intereses, de manera que pueda propiciarse en mayor medida ese disfrute que es el germen de un lector perseverante. Hace nada, recuerdo, vino una chica con un libro de Irene X. Y otra con Marwan. No pude contradecirme, así que las felicité. Habían disfrutado leyendo y ése era el objetivo.
Pero lo admito: me descorazonan estos jóvenes digitales sin asideros ni vida espiritual, desmotivados. Soy pasto de un conflicto que con los años se intensifica cuando corrijo sus delincuentes ortografías (arvol, asín que, antigüo) o escucho los clichés que entonan acerca de la vida; cuando me entregan justificantes alegando tratamientos psiquiátricos (depresiones, ansiedades y nudos emocionales motivados por cuestiones baladíes) y me lloran al lado de sus padres, que más que padres son rehenes de estos hijos que han malcriado. La generación más preparada de la historia es un timo, pienso: si bien gozan de más ofertas educativas que sus antepasados, veo a estos jóvenes de ahora muy desorientados, sobre todo tan vulnerables. Tengamos en cuenta que cursan Magisterio y que por tanto serán el día de mañana los maestros de los niños futuros, si es que la pirámide poblacional se recupera de su anemia galopante.
Pero el joven de veintitantos, todo músculo y tatuaje, tiembla delante del poema que ha dedicado a la memoria de su abuela difunta. Han pasado tres meses desde que vino a mi despacho. Evoco entonces los trágicos futuros que me auguraban mis profesores y me digo puede ser, hay tiempo todavía. Para todos. En cada uno hay una fuerza latente aunque enterrada, aún sin manifestarse. Algo así como un volcán dormido. Un alumno, antes que alumno, es un principio. Un crecimiento o la promesa de algo que el profesor debe facilitar. Porque más que objetivos académicos, dada la formación con la que llegan de Secundaria, uno solo puede acompañarlos, ofrecerles la poca humanidad de la que es capaz, ser testigo. Uno deja de ser profesor cuando pierde de vista ese todavía. Cuando ya no se aferra a un puede ser aunque no ahora. Yo dejé de serlo hace tres meses. Pero un alumno que solo ha leído un libro en toda su vida me ha enseñado.