Democracia sin alternativas
«A nadie se escapa que siempre ha existido un sentimiento antieuropeo en Reino Unido, pero no se puede desdeñar el efecto de la crisis»
El Gobierno británico se ha visto forzado a publicar el informe reservado que, bajo el nombre de Operación Martillo Amarillo, expone los efectos más negativos en las islas de una ruptura sin acuerdo con Europa. El panorama es devastador, y habla de fallos en el transporte, problemas en el suministro de energía y alimentos, además de desórdenes y vandalismo en las calles. No deja de sorprender que este sea un escenario al que –al calor de las encuestas favorables a los conservadores– tanta gente está dispuesta a ir en nombre de una deletérea recuperación «del control». Y hacerlo, además, de la mano de la formación supuestamente representante del orden. Tan extraño es que cunde la sospecha de que los británicos favorables al Brexit creen que las cosas se encauzarán de una forma u otra y no consideran plausible ese escenario por más que se les amenace con él.
Es tentador creer que los británicos que se dicen favorables a la salida de la UE a cualquier precio son tan simplones y banales como el mítico beatle Ringo Starr al explicar su posición ante este asunto. Hace pocos días, circuló por redes un vídeo donde el baterista dice con aire de despiste negligente que, bueno, si eso es lo que se votó, hay que apechugar, que todo bien. Y que «es una buena cosa» recuperar tu país.
Como tantos otros, el biólogo y adalid del ateísmo Richard Dawkins parece haber comprado ese relato, y ha afirmado que «el Brexit es ahora como una religión, y a sus partidarios no les importa cargarse el país». Que esto termine por ocurrir no es improbable, pero debe de haber algo más para explicar una posición aún tan extendida y tan aparentemente absurda. ¿Se han vuelto locos los británicos? Eso cree nuestra barra de bar mental, pero seguramente eso no explica casi nada.
Estos días hemos conocido también que hay cierto consenso político en Reino Unido sobe la necesidad de elevar el gasto público y recuperar los niveles de inversión en servicios sociales. El primer ministro Boris Johnson se hace fotos en escuelas y hospitales, y los laboristas reclaman defender y mejorar el Estado de bienestar tras los años austeros de David Cameron.
A nadie se escapa que siempre ha existido un sentimiento antieuropeo en Reino Unido –esencialmente en Inglaterra–, pero no se puede desdeñar el efecto enzimático que la crisis y las consecuencias de su gestión han tenido a la hora de detonar todo este movimiento que se nos presenta tan disparatado. Ese contexto parece –al menos– tan determinante como la presencia de demagogos iluminados al estilo Farage o las noticias falsas patrocinadas por según qué Estados.
Aun así, es sorprendente la credulidad de tantos británicos. Una posición que, en mi opinión, demuestra resignación ante algo que durante la crisis tanto se nos repitió: no hay alternativa. A base de declarar que la democracia no disponía de margen, parece que no son pocos los que así lo han interiorizado. Ni para bien, ni para mal. Si no había alternativa a los recortes –porque los dictaba el sentido común–, tampoco la habrá para una salida razonablemente ordenada de la UE o a un nuevo acuerdo comercial con Estados Unidos. El voto protesta salvaje del Brexit –como otros– revela altas dosis de incredulidad y desafección democrática. Y, al mismo tiempo, una candorosa confianza en que, finalmente, los actores racionales actuarán como tales. Incluso Donald Trump acaba de destituir al halcón John Bolton como asesor de seguridad nacional por sus disparatados consejos.
A todo esto se puede sumar cierta arrogancia imperial y altas dosis de melancolía patriótica en muchos británicos. Pero no deja de ser un agravante de una verdad de fondo más reveladora y determinante, cuyos efectos vemos también más allá del Canal: en democracia, cuando no hay alternativa, hay que fingir que sigue habiéndola.