La Cataluña de Dorian Gray
«El ‘procés’ es una Cataluña dando gritos ante su propio, brusco, inmisericorde retrato»
Se ha dicho con profusión que una novela viene a ser como un espejo que discurre a lo largo de un camino. Cuando se las arregla para discurrir a lo largo de una sociedad, o de un momento histórico, surgen libros de culto más allá de lo estrictamente literario. Pasó con Los Miserables, de Victor Hugo; pasó con El Gatopardo, de Lampedusa; ha pasado no hace tanto con Patria, de Aramburu. Un libro conmovedor que a no pocos nos ha arañado el alma.
Aunque una no puede dejar de consignar cierto reparo al darse cuenta de que el entusiasmo con Patria era inversamente proporcional a la cercanía real del lector al conflicto vasco. Cuanto más de cerca lo vivía, menos le impresionaba leerlo… al parecer. Llegué a plantearme si no estaba ante un caso flagrante de envidia gremial. Si a mis confidentes, plumíferos en su abrumadora mayoría, simplemente no les j…ría que otro escritor hubiese plantado la anhelada pica en Flandes de escribir una novela sobre la vida de la gente bajo el yugo de ETA (el clásico tema que le preguntas a un editor y te decía que no le interesaba a nadie…) y que le hubiera salido, contra todo pronóstico, pues eso, tan bien.
Tuve que llegar casi a lo más alto, como quien dice al séptimo cielo de la intelectualidad vasca (y no le cito con nombre y apellidos porque ya hablé de él en otro artículo y al final se van a creer que esto es monotema…), para que alguien me abriera los ojos al grito de: “No, si la novela de Aramburu no está mal…, pero en la vida real era muchísimo peor”.
Toma castaña.
Siempre he dicho, y además lo he pensado, que la literatura es una de las mejores maneras de conocer el mundo. Porque uno se adentra en la narrativa con una permeabilidad confiada, con una avidez de apurar lo sucedido, como no se adentra en la filosofía o en la historia. Las ideas nos ponen en guardia, nos inducen a oponer otras ideas, a levantar barricadas mentales, a defendernos. Un buen relato nos encuentra gozosamente inermes. Afanosos de empatizar y comprender.
Durante mucho tiempo —cuando nunca imaginé que me tendría que batir el cobre defendiéndole, que sus libros serían maltratados y vejados en bibliotecas públicas…—, me la pasé advirtiendo al personal de que las novelas de Juan Marsé eran tan literariamente maravillosas como sociológicamente inexactas. Que de verdad nada era así: ni la alta burguesía catalana hablaba verdaderamente catalán, mucho menos en la intimidad, ni tenía hijas adorables, rubias y esbeltas como la Teresa de las Últimas tardes, ni se había visto por ningún sitio a nadie remotamente parecido al Pijoaparte. Marsé supo trenzar los hilos de lo mítico con lo progre y darle además un color local casi mejor que el local verdadero. Como esos pubs irlandeses que te encuentras por todo el mundo, mucho más bonitos y animados, mejores en todos los sentidos, que cualquier pub auténtico que hayas tenido la ventura de pisar en la verdadera Dublín.
Ya entonces, cuando Marsé era Dios y no un apestado, cuando a Serrat le respetaban hasta los que preferían a Lluís Llach, cuando los divinos seguían yendo no te diré a Bocaccio, pero sí al Giardinetto y al Luz de Gas, bueno, por aquel entonces yo ya decía que todo era fantástico, pero todo era mentira. Que la Cataluña mítica y la real no coincidían ni jugando a la gallinita ciega.
Nos decían que éramos bilingües cuando en realidad éramos, o se nos quería, biculturales: las dos Cataluñas convivían tan estrechamente indiscernibles como el agua y la leche. Y a la vez tan imposibles de mezclar como el agua y el aceite. Estaba la Cataluña profunda, genuina, innegociable, fascinantemente ancestral y primitiva. Una especie de confederación tan huraña como grandiosa: Lincoln tenía razón, pero la peli se la dedican a Escarlata O’Hara. Y al otro lado, la Cataluña pues eso, moderna, urbana, divina, olímpica, aparentemente muy cosmopolita y de vuelta de todo…Aunque con un cierto no sé qué de qué sé yo… ¿Un alguito epidérmico? Yo todavía llegué a vivir los tiempos en que un actual jerifalte de la CUP, entonces periodista castellanoescribiente, me miraba con lástima por escribir yo, en la época, en catalán.
Ah, qué tiempos.
A lo que iba: lo bueno de esta especie de bipolaridad es que a cada cual se le podía ir la olla casi infinitamente, sin que nunca pasara nada (o casi nunca, si uno se lee Homenaje a Cataluña, de Orwell…), cada cual cultivaba sus fantasías, húmedas o secas, y aquí paz y después gloria. Incluso literatura.
El dichoso procés[contexto id=»381726″], entre muchas otras piezas, se ha cobrado la distancia de seguridad que había entre las dos Cataluñas, o, para ser más precisos, entre la imagen que cada Cataluña tenía de sí misma. En este paisaje postnuclear ya nadie podría escribir Últimas tardes con Teresa. Ni componer una canción como Mediterráneo. ¿De dónde íbamos a sacar la inocencia?
El procés es una Cataluña dando gritos ante su propio, brusco, inmisericorde retrato. Una Cataluña Dorian Gray que ha agotado a un ritmo vertiginosamente rápido todas sus posibilidades míticas para enfrentarse a lo peor que hay. A que la realidad sea una mala novela que no hay por donde coger.
Y a los que estamos atrapados en sus disparatadas páginas, que Dios nos pille confesados.