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Miguel Ángel Quintana Paz

Cataluña y el cráneo de los homínidos

«¿Somos capaces de mantener buenas relaciones con nuestros vecinos de edificio enarbolando tan solo los estatutos de la comunidad?»

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Cataluña y el cráneo de los homínidos

¿Qué nos cabe aprender sobre la desazón reinante hace tiempo en Cataluña si estudiamos el tamaño cerebral de los primates? Más allá de que en uno y otro ámbito podamos toparnos con algún cabezón, lo cierto es mirar ahí puede sernos fecundo. Fijémonos en los estudios que lleva tiempo realizando el antropólogo británico Robin Dunbar, experto en comportamiento de monos, simios y humanos.

Lo que Dunbar ha descubierto es una curiosa correlación. Todos los primates vivimos en sociedades bastante complejas, de forma que buena parte de nuestro cerebro está especializada precisamente en eso: en comprender cómo nos tratan los demás y cómo debemos tratarlos nosotros. Aunque estemos acostumbrados a hacerlo cada día, lo cierto es que hablamos de tareas nada sencillas. A mí, como humano, no solo me conviene saber qué piensa de mí mi pareja, mi jefa en el trabajo y mi vecino del quinto; sino también qué creen ellos que pienso sobre ellos yo. E incluso que piensan que yo pienso sobre terceras personas. O qué es lo que no saben que yo sé que ellos saben. La cosa se vuelve extraordinariamente complicada si la enunciamos así, mas la verdad es que cualquier televidente la capta (y disfruta) sin mayor esfuerzo mientras sigue una telenovela o un reality show.

Y bien, la correlación que Dunbar ha descubierto no suena nada descabellada: el tamaño que tiene el grupo social típico de una especie de primates es proporcional al tamaño de la parte más avanzada de su cerebro, el neocórtex (en especial, su región frontal). Dicho de otro modo: cuanta más masa cerebral dedique a su neocórtex, mayor será el grupo en que viva un primate cualquiera. Esto es así porque se trata de grupos en que todos tienen vínculos con todos, y no es lo mismo procesar la información de mis relaciones con otros siete simios (y las de ellos entre sí) que las de setenta (y las de todos ellos entre todos ellos).

Tras estudiar de este modo cuarenta especies de primates, y ver que existía esa relación estrecha entre tamaño del neocórtex y grupo típico que formaban, la pregunta era obvia: ¿cuál es el grupo para el que tenemos adaptado nuestro cerebro los humanos? Dunbar lo calculó en unas 150 personas; cifra que se ha hecho famosa y hoy se conoce como “número de Dunbar”. Esa es la cantidad de nuestros congéneres con los cuales podemos mantener relaciones cómodas, donde todos nos conozcamos a todos y estemos al tanto de nuestras vicisitudes. Aunque hoy podamos tener miles de amigos en Facebook, y pese a que Roberto Carlos cantara en su día “Yo quiero tener un millón de amigos” (y así más fuerte poder cantar), lo cierto es que ambos datos nos engañan: en realidad importarnos, lo que se dice importarnos, solo nos importan las relaciones que tenemos con unas 150 personas. Cuando quiere tomárselo con humor, Dunbar define esta cifra como “el número de personas con las que no te importaría sentarte a tomar algo, sin que haga falta que te inviten, al encontrártelas en un bar”.

Lo curioso del número de Dunbar es que nos topamos con él a menudo al estudiar la raza humana (pese a no reinar, como ya hemos dicho, ni en Facebook ni en las canciones de Roberto Carlos). 150 es el tamaño medio que tiene un grupo de cazadores recolectores, por ejemplo: esa forma de vida en que nos pasamos el 97 % de nuestra existencia como especie. 150 era el numero de vecinos típico de una aldea cuando ya nos hicimos sedentarios, allá por el Neolítico. No más de 150 individuos suele tener una compañía de casi cualquier ejército moderno, cuerpo en que es importante que cada soldado conozca al resto por el que podría tener que dar su vida. 150 es también el número de miembros de cada comunidad de vida alternativa (de índole religiosa o utópica) que se fue fundando durante el siglo XIX en los nuevos EEUU y logró pervivir: los huteritas, por ejemplo, rama religiosa similar a los amish o a los menonitas, suelen subdividir cada comunidad suya en otras dos en cuanto llegan a ese umbral.

Ahora bien, ¿qué tiene que ver todo esto con nosotros, que vivimos en ciudades de miles o millones de personas; que todos los días interactuamos con desconocidos (algo para lo que no está preparado nuestro cerebro, según Dunbar); que nos conectamos a redes sociales donde recibimos halagos o denuestos de gentes ajenas y lejanas? Desde hace unos pocos milenios los humanos habitamos en grupos para los que no estamos adaptados, esto es, superiores a 150 congéneres (e incluso a 1.500, o 1,5 millones). Dunbar es consciente, naturalmente, de ello. Y de que tiene que explicar cómo conseguimos desenvolvernos en ámbitos para los que no está preparado nuestro cerebro. Si en realidad a nuestro neocórtex solo le importan las relaciones con 150 conocidos, ¿cómo es posible que haya personas capaces de dar su vida por su patria, formada por millones de personas más? ¿Por qué soportamos la vida en grupos tan enormes (nuestra ciudad, nuestro país, la Unión Europea) que jamás conoceremos ni a una mínima parte de sus miembros, en pro de los cuales pagamos impuestos, vamos a votar cuando nos llaman o escribimos artículos que sabe Dios quién leerá?

La solución que la humanidad ha inventado para afrontar este desafío es extrapolar a los grupos grandes el tipo de cosas que nos unen en los grupos pequeños. ¿Por qué tengo una relación con alguien? Puede ser porque comparto con él parientes cercanos, pero esto es imposible que se cumpla en colectivos de gran tamaño (salvo si te tocó ser hijo del sultán Ismail de Marruecos hace tres siglos, en cuyo caso tendrías más de mil hermanos paternos). También conservo relaciones con gente que comparte mis aficiones, y sobre esta base ya se consigue crear grupos de cierta magnitud (el conjunto de todos los hinchas futbolísticos, verbigracia, o de tal o cual equipo).

Pero seguramente la forma en que es más fácil agrupar a millones y millones de personas es cuando se consigue que se identifiquen con una misma forma de ver la vida, ciertos principios morales fundamentales, ciertos presupuestos políticos. Naturalmente, es imposible que millones de personas opinen exactamente igual sobre Dios, o sobre todos los asuntos éticos que pudieran discutirse, o que asuman una ideología idéntica. Pero sí que hay ciertas bases que pueden compartir: quizá tú votas al partido A y yo al partido B, pero ambos aceptamos que sean los votos los que decidan cuál gobierne; quizá tú crees que cierta actividad daña la dignidad humana mientras que yo creo que no lo hace, pero ambos reconocemos dicha dignidad como algo encomiable. Acostumbrados a discutir y molestos al comprobar las cosas que nos diferencian de nuestros semejantes, a menudo olvidamos la inmensa cantidad de cosas que compartimos con cuantos nos rodean.

¿Qué tiene que ver todo esto con lo prometido al inicio, el desasosiego creciente que provoca el asunto catalán? Ante todo, partamos de una evidencia: un grupo humano tan inmenso como es un país, casi 47 millones de personas en el caso de España, ha de tener algún motivo para permanecer unido. La tendencia natural de nuestra especie es a fragmentarlo más y más. La culpa no la tiene este o aquel político nacionalista, o solo la tienen de modo secundario: cualquiera que desee romper las relaciones que guardamos 47 millones de españoles cuenta a su favor con el tamaño de nuestro neocórtex, con nuestra biología. Podemos, naturalmente, evitar que esta nos determine del todo, como hacemos con otros muchos instintos. Pero se requiere actuar, no permanecer parado esperando que amaine no se sabe bien qué misterioso temporal.

¿Puede la mera ley, el respeto a la Constitución sola, mantener unidas a 47 millones de personas? Si Dunbar está en lo cierto, pensemos a escala más pequeña para entender la escala mayor. ¿Somos capaces de mantener buenas relaciones con nuestros vecinos de edificio enarbolando tan solo los estatutos de la comunidad? ¿Cabe mantener trabado un club gastronómico de unas pocas decenas de personas exigiendo que se queden todos porque el libro de recetas está bien escrito, o hace años le dieron todos el sí? Parece improbable.

De modo similar, el intento que buena parte de nuestros políticos e intelectuales puso a prueba en España desde 1978, a saber, mantener una nación unida solo por su legislación, una nación sin connacionales, una nación que es solo su Constitución, ha resultado fallido. Se vio en octubre de 2017 y sigue visible hoy en día. Ha sido un experimento interesante, sin duda, pero hay que saber reconocer su fracaso. No puede haber España sin cosas que unan a los españoles, más allá de una ley que diga que lo son.

Esto, además, no implica desmerecer la Constitución aprobada hace 41 años, sino todo lo contrario: en su mismo artículo 2 esta afirma de sí misma que “se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria (…) de todos los españoles”. Es decir, la Constitución no dice basarse en sí misma, ni en el voto que recibiera, sino en algo anterior a ella: una nación unida, que resulta que se llama España, no Alemania, ni China, ni Confederación de Pueblos Ibéricos. Desde luego, queda abierto (en la Constitución y en este mismo artículo) qué queremos que signifique esa España que nos une; pero dejemos de soñar que pueda ser solo un texto legal. Tenemos un neocórtex demasiado grande como para que tal cosa nos convenza.

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