El día que parecimos franceses
«La imagen de la superioridad del Estado y de la democracia nos hace mejores y ojalá no sea la última»
Ayer parecimos franceses. Nuestros vecinos son expertos en la liturgia del Estado. Organizan con mucha frecuencia actos públicos donde prima la sobriedad, en los que la emoción contenida se canaliza en un respeto grave, casi palpable. De repente, conceptos y palabras como democracia, Estado, dignidad o libertad cristalizan en imágenes. Ayer supimos hacerlo tan bien como ellos y será difícil olvidar la fotografía de tres representantes de una democracia observando digna y respetuosamente cómo los familiares de un dictador que han opuesto todos sus derechos a la exhumación acompañaban los restos de su abuelo o bisabuelo. Una imagen, la de la superioridad del Estado y de la democracia, que nos hace mejores y que ojalá no sea la última. Los franceses tienen claro el valor de la liturgia y de lo simbólico en la salud de la democracia y saben hacerlo, además, huyendo del nacionalismo, como se ve en la facilidad con la que combinan sus banderas y escudos con los de Europa y su construcción política.
El acto de ayer, además, acaba con —o al menos dificulta— algunas de las falacias habituales de nuestros días respecto a España y la calidad de su democracia. Desde primera hora de la mañana hubo que rellenar horas y horas de directo televisivo mientras los operarios, la familia y los representantes de la Administración se encontraban en el interior de la basílica. A la espera de la salida del féretro, varios reportajes nos volvieron a recordar la brutalidad del golpe de Estado de 1936, la crueldad de la Guerra Civil y la dimensión extrema de la represión franquista en la posguerra. Hemos visto y leído en las últimas horas sobre las decenas de miles de asesinatos, ejecuciones y venganzas, hemos recordado la implacable actuación del Estado fascista y también hemos conocido las formas de persecuciones y testimonios de exiliados.
Palabras todas ellas que sectores del independentismo catalán[contexto id=»381726″] llevan dos años utilizando impunemente para hablar de la obligada y legítima reacción de los poderes ejecutivo y judicial tras su aventura unilateral y rupturista con la legalidad democrática de un país miembro de la Unión Europea. Hemos visto cómo se llama «exiliado» a Puigdemont o a Comín, «represaliados» a Junqueras o Turull, o cómo se desplegaban pancartas con el lema «España es un Estado fascista» en los estadios —sin que, llamativamente, noten que poder hacerlo niega su denuncia—, o cómo convertían ese desatino en trending topic en las redes sociales. La banalización de dichas palabras para usarlas contra una democracia avanzada implica desprecio hacia quienes padecieron la crueldad de un Estado fascista. Más grave aún cuando muchos de quienes la padecieron fueron catalanes, entre ellos muchos nacionalistas por el hecho de serlo.
Muchos en el independentismo creen que el resto de España es un país de 40 millones de José Manuel Soto y ayer fue un día importante —otro más— para demostrar la inconsistencia de su discurso. Debemos celebrar la dignidad y la compostura con la que el Estado exhumó de Cuelgamuros los restos del dictador, con un respeto hacia Franco y su familia que la dictadura negó a cientos de miles de represaliados. Es por eso llamativo que desde parte de la derecha y desde la totalidad de la extrema derecha se hable de venganza. De haber sido este el caso, los restos estarían ahora en una cuneta cuya localización se le habría hurtado a Francis Franco y al resto de nietos y bisnietos. Y aún más llamativo es que desde sectores de la izquierda se hable de indignos funerales de Estado en un acto donde la democracia ha visibilizado su superioridad moral de una forma tan contundente.
A un lado, independentistas gritando que España es un país fascista, hablando de represión y exiliados. A otro, franquistas hablando de un Estado vengativo y rencoroso que no respeta sus derechos y profana tumbas. En común desde ayer, un grito que pudimos escuchar entre los partidarios del golpista coronel Tejero a su llegada a Mingorrubio: «¡Prensa española, manipuladora!». ¿Casualidad? No lo creo: consecuencia de vivir voluntariamente instalado en la mentira. Desde ayer, lo tienen más difícil.