Mujeres y ultraderechas
Al observar de cerca los resultados electorales de las derechas radicales en Europa en los últimos tiempos, se aprecia que la brecha de género ha ido disolviéndose
“Está en su país y no abre la boca, y aquí muy chulita”. “Y el Oscar de la mejor actriz es para…” “A saber cuánto le pagaron por el numerito. Por dinero baila hasta el perro”. “Que se vaya a pedir derechos a su país”. “La señora en cuestión es una marroquí”. “Vienen a decir aquí lo que en sus países de origen no tienen co***** ni tan siquiera a pensar, porque serían decapitadas”. “En su país es donde tendría que quejarse”. Estas son sólo algunas de las respuestas a las publicaciones que VOX[contexto id=»381728″] compartió en su cuenta de Facebook tras el enfrentamiento entre Nadia Otmani y Ortega Smith en el Ayuntamiento de Madrid. Cuando éste subió como la espuma convirtiéndose en trending topic, en mi time line florecieron numerosas reflexiones en torno a una idea que se repite con frecuencia: “No me creo que haya mujeres que voten a VOX”. Esto fue lo que me llevó a comprobar con pavor como, en sus propias redes, el desprecio desplegado por Ortega Smith para reventar el acto —ignorando cruelmente una víctima de violencia de género en silla de ruedas— también contaba con el aplauso de mujeres. Los comentarios arriba citados los firman ellas, mujeres, y sugieren, principalmente, que el problema que despertaba la víctima no era otro que su nacionalidad.
Gender and the Radical and Extreme Right: Mechanisms of Transmission and the Role of Educational Interventions, que Cynthia Milller-Idriss y Hilary Pilkington publicaron en 2018, ahonda una premisa de partida: que la ultraderecha es cosa, mayoritariamente, de hombres. Existen -recuerdan los autores- variables que a lo largo del tiempo han instaurado esta creencia, esto es, indicadores socioculturales tales como la religiosidad o el (asumido como adquirido con el género) apoyo al feminismo, que habrían mantenido a la mujer en una posición más cauta (si no hostil) a estos partidos. Y lo cierto es que, en países como España o Polonia, el patrón todavía no se aleja demasiado de esta realidad.
Sin embargo, al observar de cerca los resultados electorales de las derechas radicales en Europa en los últimos tiempos, se aprecia que la brecha de género ha ido disolviéndose. Y en gran medida esta evolución discursiva, en otro tiempo atractiva sólo para hombres, se explica con algo tan sencillo como la modernización del envoltorio del programa, la adaptación de su narrativa en torno a sectores de la población que creían perdidos y asociados a la izquierda, y la sobreexposición de un enemigo descrito como común para hombres y mujeres: la inmigración.
A ese marco común antiinmigración, que no entiende de género y que une a todas las formaciones de ultraderecha, VOX añadió un factor transversal, también presente en sus homólogos europeos: el patriotismo. Aunque no solo exprimió este cartucho demonizando a un sector de la población señalado como invasor. También lo hizo a través de una arista autóctona, que fue la que terminó de impulsar su resultado: Cataluña. Sus esfuerzos por encarnar jerarquía y seguridad, (que la ultraderecha empareja sin descanso con la política migratoria) explican, por ejemplo, que su discurso calase en los habitantes de uno de los barrios catalanes más desfavorecidos y estigmatizados por el tráfico de droga, como Sant Adrià del Besòs, (la Mina).
No obstante, existen notables diferencias entre las motivaciones que llevaron a la ultraderecha española a conquistar el voto del 10,4% de mujeres de entre 31 y 45 años, una franja de edad en la que el Partido Popular solo le superó en dos puntos y que estuvo liderada por el PSOE con un 21,8%, y los motivos asociados al triunfo de la retórica populista de derecha en el electorado femenino europeo. Ya en 2015, la tendencia mostraba en este análisis, basado en datos de la Encuesta Social Europea, que en siete países de la Unión los programas de la derecha populista conquistaban el voto de más del 40% de mujeres.
Estos datos sugieren que en Europa se instaura una nueva receta: una nueva estrategia discursiva, próxima a la ensayada por Marine Le Pen y el antiguo Frente Nacional en Francia (hoy RN). Implica suavizar el discurso sobre los derechos de las mujeres y reducir notoriamente la hostilidad hacia la comunidad LGTB. Es una vía difícil de explorar para Vox, más emparentado por la vía nacional católica con la derecha populista polaca. La senda abierta por Le Pen no solo ha contribuido a desdiabolizar a la extrema derecha, rompiendo a su paso una barrera de hostilidad que separaba alejaba a las mujeres; también ha reforzado la identidad de estos partidos en torno a un mismo adversario.
El caso de la Lista de Pim Fortuyn en los Países Bajos constató el recorrido electoral de la ultraderecha confrontando inmigración y multiculturalismo con derechos consolidados en la sociedad holandesa de gays y lesbianas. En el centro, la voluntad de instaurar la duda en torno a la compatibilidad entre tolerancia sexual y lo que se presentó como “amenaza islámica”. Este patrón, aunque de forma más ambigua, se ha ido asentando en formaciones como los Demócratas de Suecia (SD). Muestra de la oportunista instrumentalización de los derechos LGTB por parte de la ultraderecha fue el fallido intento de marcha por el Orgullo Gay que Jimmie Akesson organizó en 2015 por las calles de los barrios de mayoría musulmana de Estocolmo.
Esta investigación de Christèle Marchand-Lagier sobre el voto de las mujeres a Marine Le Pen confirma esta misma tendencia. Prueba, además, que este apoyo descansa principalmente en la precariedad socioprofesional de las votantes y el efecto generacional creado en torno a su líder. También recuerda el modo en que las mujeres han ido acercándose a la ultraderecha a medida que ésta rebajaba la hostilidad de su discurso. Le Pen padre se mostraba abiertamente sexista, alentaba el miedo a la inmigración escogiendo cautelosamente las palabras que, contrariamente a lo que pretendía, despertaban rechazo en las mujeres en torno al candidato. “Este mundo islámico que penetra lentamente en Europa”, “esos inmigrantes que mañana se acostarán con su esposa, su hija o su hijo“ (…) De hecho, de haber dependido exclusivamente del voto de las mujeres, Jean Marie Le Pen jamás habría alcanzado el hito histórico de la segunda vuelta de la elección presidencial en 2002.
El diagnóstico, sin embargo, es claro en el país vecino: la brecha entre voto femenino y masculino ha pasado de 7 puntos en 1988 a apenas uno en 2012. En los últimos comicios, el sexo había desaparecido como variable electoral de la ultraderecha francesa: Le Pen había logrado conquistar por igual a hombres y a mujeres. El tiempo dirá si esta tendencia podría en nuestro país tener un eco similar en un futuro en el que ya no podemos dar (casi) nada por sentado.