Pan y luces
«Los centros históricos de nuestras ciudades son, en medida cada vez más alarmante, centros histéricos: lugares de actividad incesante en los que la llamada oferta de ocio debe renovarse sin pausa»
«¡Más luz!», dicen que suspiró Goethe en su lecho de muerte. Le hemos tomado la palabra: siguiendo el ejemplo pionero de Málaga, primero Vigo y ahora Madrid se han sumado a una carrera eléctrica que pronto añadirá nuevos competidores. Mientras tanto, la ciudad mediterránea donde empezó esta funesta costumbre ha alcanzado ya su fase barroca: cada año que pasa hay más puntos de luz en el centro de Málaga y sus colosales estructuras lumínicas deben de ser ya visibles desde el espacio exterior. Se confirma con ello una vez más que los centros históricos de nuestras ciudades son, en medida cada vez más alarmante, centros histéricos: lugares de actividad incesante en los que la llamada oferta de ocio debe renovarse sin pausa. Lo ha dicho con franqueza desconcertante Abel Caballero, alcalde casi unánime de Vigo, a cuenta de las proezas incandescentes de su ayuntamiento: «La gente lo que quiere es divertirse». Y para que la gente se divierta, al parecer, ahí están las instituciones públicas.
A nadie parece pasársele por la cabeza que no es función de los poderes públicos competir en mal gusto con la oferta privada, ni dedicar cientos de miles de euros a un tipo de celebración que no deja de vulnerar a su manera el principio de neutralidad: ¿por qué habría de ocuparse el centro de las ciudades durante 40 días y 40 noches, impidiéndose el libre desenvolvimiento de los viandantes y llenándolo todo de un ruido chillón y ferial? La respuesta es sencilla: porque a la gente le gusta. ¡Populismo lumínico! Por ahí lo tienen difícil quienes claman contra la captura neoliberal de las subjetividades y sostienen que la infelicidad es rampante: las multitudes sonríen y votan con los pies acudiendo cada año en masa a las ceremonias de alumbrado programadas a diario.
Ocurre que el principio democrático invocado por los defensores de la iluminación masiva no parece justificación suficiente. Naturalmente, es una explicación impecable a la que solo habría de añadirse el pingüe beneficio comercial que trae consigo esta celebración -algo tardía- del milagro eléctrico. Querría uno pedirle algo más a los poderes públicos; una cierta elevación, alguna mesura. Claro que quien sobra, uno lo termina por comprender más tarde, es el aguafiestas que no quiere pasarlo bien: que se quede en casa y no moleste.