Esa vida tan larga que nos escribe
«Si cada uno contara realmente su vida, sin florituras ni añadidos, no haría falta leer ninguna novela»
Rosa Chacel decía: la vida nos vive. Pero en realidad, habría que decir “la vida nos escribe”, por eso, si cada cual contara realmente su vida, sin florituras ni añadidos, no haría falta leer ninguna novela. Y aunque es en los diarios y en la correspondencia, donde se conoce realmente a un autor, por la supuesta inmediatez de lo consignado, las memorias también nos sirven para hacernos una idea de lo que pudo haber sido la vida de esos escritores que despiertan nuestra curiosidad. De hecho, los tres géneros son una de las lecturas preferidas en cierto momento de la vida de un lector avezado, tal vez ahíto (“La vie es triste, hélas/et j’ai lu tous les livres”, se quejaba Mallarmé en un poema, verso que yo he traducido por “La vida es triste, ¡ay! y lo he leído todo”) del mismo modo que, según dice Rafael Cansinos Asséns, en el proemio a sus memorias, “hay un momento en la vida de un escritor en que, cansado o desengañado, se siente reacio para la creación y vuelve la vista a sus recuerdos que le brindan el argumento de una novela vivida en colaboración con sus contemporáneos”.
Memorias, recuerdos, qué más da, pues, en definitiva, y sólo en cierto modo, son sinónimos. Como ocurre con los sentidos, no podemos recordar sin la memoria, pero la memoria no nos garantiza el recuerdo, así como no podemos mirar si no vemos, pero no vemos si no miramos, ni escuchar sin oír, pero si no escuchamos tampoco oímos. El memorialista puede fantasear, inventar y modificar la realidad a su antojo, incluso omitir y mentir, bien para quedar mejor ante la posteridad (¡Ay, Chateaubriand!), bien para torcer o influir en la opinión de otros (aquí no cito a nadie por prudencia), como ocurre en tantas memorias de encargo, en las que se le dice al escribiente, quítame estos amores de aquí, ponme un par de hijos allá, como si se tratara de un traje.
Corpus Barga (de su verdadero nombre, Andrés García de la Barga y Gómez de la Serna) en el prólogo a sus memorias Los pasos contados, reflexionando precisamente sobre la novela y las memorias, argumenta algo en este mismo sentido: que el novelista a quien le basta la novela es porque no cree posible escribir una de su propia vida, pues las memorias son parecidas a una novela en la que el novelista participa directamente en la acción. “En la novela -dice Corpus Barga- el novelista “soliloquea” con el lector, mientras que, en las memorias, el memorialista lo hace además con los personajes que salen en ellas, con sus contemporáneos. Las memorias serían entonces la novela de un novelista, o, como en el caso de las de Cansinos Asséns, la novela de un literato, que es precisamente el título del primer volumen de las memorias de este último.
Y para contemporáneos los de Cansinos Asséns que, nacido en Sevilla, pero recriado en Madrid, lleva ahí una doble vida. Por un lado, están los escritores consagrados a los que frecuenta cuando ya se ha instalado en la vida literaria, y a los que presta una reverente e irónica atención tangencial, como Baroja o Juan Ramón Jiménez, quien se le asemeja un ángel purísimo, un punto remilgado, en su templo silencioso, pulcro, comedido, manos y pupilas radiantes, melancólico y desesperado profeta en una tierra devastada, y, por otro lado, están “los suyos”, los marginados, muchos de los cuáles hubieran quedado tal vez totalmente olvidados sin éste y otros testimonios. Aprendices de poeta y poetas a tiempo completo que trajinan, hablan y publican revistas y manifiestos. También luchan denodadamente por renovar, subvertir e inventar y que, en su mayor parte, pasan a adornar los retratos de las sucesivas galerías de raros, olvidados y extravagantes que proliferaron en su época: Alejandro Sawa, Felipe Trigo, Hoyos y Vinent, Colombine… y el propio Cansinos Asséns, de no haberlo resucitado el interés que despertó en Rubén Darío, o en Jorge Luis Borges, de quien fue introductor en Madrid, y la gran labor de su hijo Rafael Cansinos en la difusión de su obra.
Ramón Gómez de la Serna, en sus “Nuevos retratos contemporáneos” nos lo presenta reacio a la gloria literaria, aficionado al diletantismo, embajador de Vicente Huidobro y de Borges -que siempre admiró y rindió homenaje a Cansinos-, y también de los judíos sefardíes en Salónica, episodio que refiere Cansinos en sus memorias, en cuyas revistas colaboraba. De su judaísmo, Ramón dice que era más un alarde lírico que una verdad y aduce como prueba el débil argumento de que para poder acceder a un premio de la Real Academia tuvo que presentar a Casares su partida de bautismo, como si ser judío y bautizarse fueran incompatibles. También le presenta como sostenedor de movimientos literarios abocados al fracaso, rodeado de almas perdidas. Por su parte, Federico Sáinz de Robles, en su libro Raros y olvidados, alude a él como al crítico más puesto al día de su momento, mentor de las revistas más explosivas y efímeras de entre 1918 y 1925, rabino máximo de las letras de su tiempo, traductor infatigable y mítico conocedor de más de doce idiomas, por cuyo aprendizaje pasa Cansinos en sus memorias como sobre ascuas.
Cierro este comentario con la patética semblanza que hace Sáinz de Robles de este oficiante de tinieblas cuando le faltaba poco para sumirse en ellas:
“A diario, hasta poco antes de su muerte (en 1964), me lo encontraba barbeando la verja del Retiro por la calle de O’Donnell, solo, rígido, lento, entre las penumbras crepusculares (…) Yo bien sabía que se encaminaba, ya más ánima en pena que criatura mortal, hacia los barrios antiguos de Madrid, para convencerse, una noche más, de que en Madrid ya no existían aquellos cafés de peluches “chafados” y de espejos desazogados donde él había pontificado rodeado de un corro boquiabierto de catecúmenos bien dispuestos al bautismo lírico. Caminaba, sí, puro hueso mondo, dentro de unos trajes holgados y enlustrecidos, con los ojos alucinados, con el gesto desesperadamente melancólico de quien ha perdido algo precioso y ya imposible para él…”