¿Diremos en estos años 20 adiós a la democracia liberal?
«Si te limitas a invocar el poder de la ley, como si esta fuera capaz de protegerse sola, parecerás un polaco que en 1939 presentara una instancia ante su Ayuntamiento para protestar por la invasión germano-soviética, ignorante de que a veces hay que ir un poco más allá»
Durante mucho tiempo, la democracia (el gobierno del pueblo, de todo el pueblo) y el liberalismo (la protección de los derechos de cada uno de nosotros) se consideraron dos cosas incompatibles.
Al fin y al cabo, ¿hay algo más cruel que la masa, o que la mayoría de ella, cuando decide enfrentarse contra una minoría que no piensa como ella, que no cree en el mismo dios que ella, que no vive de igual manera que ella? ¿Por qué ha de respetar la mayoría a esos minoritarios que, pertinaces, se obcecan absurdos en discrepar, cuando el ser mayoritarios le da a uno tanta certeza de poseer la verdad? Y si toda minoría ha temido tanto el poder absoluto de la muchedumbre, qué decir de esa minoría que es la más minoritaria de todas, el individuo: el “yo, minoría absoluta” que decía un disco de Extremoduro. Siempre que un hombre solo haya osado enfrentarse al gentío, este ha acabado por señalarlo como “enemigo del pueblo”. Ibsen escribió un drama perspicaz con ese título, y también con esa denuncia.
Por eso el siglo XIX es un trabajoso camino en toda Europa en el que democracia y liberalismo intentan llegar a vivir juntos, con sonoros fracasos. Lo cuenta Norberto Bobbio en su delicioso Liberalismo y democracia. Ese ajetreado romance se torna incluso en tragedia durante la primera mitad del siglo XX. Llegó entonces a volverse común la especie de que ambos, democracia y liberalismo, debían arrojarse al basurero de la historia, sustituidos por regímenes totalitarios de uno u otro color.
Pero finalmente el ansiado matrimonio se consumó: Occidente vivió la segunda mitad del siglo XX un proficuo enlace entre democracia y liberalismo. Pareció entonces posible dejar mandar a la mayoría del pueblo y proteger a la vez los derechos de quien quedara en minoría. Como gustaba aducir Giovanni Sartori, una democracia liberal es ese sistema en que, cuando tu partido pierde unas elecciones, vuelves a casa un tanto fastidiado, pero sin temer por ninguna de las cosas que hacen tu vida valiosa de verdad. Y mucho menos temer por tu vida misma. En 1989, el exitoso enlace entre poder democrático y libertades personales logró incluso una victoria más sonada: media Europa, la del este, abandonaba el experimento de las “democracias populares” (alias totalitarismo) y se sumaba contenta a la democracia liberal, a su separación de poderes, a sus derechos individuales, a su Estado de derecho. El triunfo de la democracia liberal parecía ya total, y Francis Fukuyama así lo proclamó.
Han pasado treinta años y ya ni siquiera Fukuyama se las promete tan felices. Rara es la democracia liberal que no atraviesa hoy momentos de tensión. Por acá, allá y acullá cunde la idea de que ya no es posible la neutralidad del Estado a la hora de vigilar los derechos de cada uno. Que la masa debe decidir, por ejemplo, si las sentencias de jueces expertos le gustan o no. Que cuando un partido llega al poder debe ocupar todas las instituciones con sus correligionarios, pues hay que politizarlo todo y tienes derecho a ello por haber sido el más votado. Que órganos antaño neutrales, como la abogacía del Estado, deben obedecer el capricho del mandamás de turno. Que no importa que el gobernante someta a los semiarruinados medios de comunicación a su arbitrio vía millonarias subvenciones: es su derecho como campeón en unos comicios.
No descubro nada nuevo: desde hace unos años, el principal debate entre los que piensan la política es si acaso no se nos estará extinguiendo la llama de las democracias liberales y deberemos resignarnos a un nuevo tipo de sistema, la democracia iliberal. Mandatarios como Viktor Orbán han llegado incluso a blasonar de ello: él no quiere para Hungría una democracia fracasada, como lo es a su juicio la liberal que llegó a su país tras 1989; él quiere para su nación una democracia (el término es literalmente suyo) iliberal. Seguirá habiendo elecciones y seguiremos pagando el sueldo a diputados, jueces y gobernantes; pero estos ya no se abstendrán de marcarnos la moral a quienes discrepemos de ellos, como les exigíamos en los felices días de antaño. Ahora en Hungría tratarán de imponer la que ellos consideran cierta moral “cristiana”; en países más orientados hacia la izquierda, como España, nuestros iliberales asumirán que tienen derecho a imponernos una moral “progresista”. El resultado será muy distinto; el procedimiento, en ambos casos, igual: romper la barrera que separa el inmenso poder de los gobiernos de la tenue, pero preciosa, libertad de cada alma.
Y si el panorama general pinta negruzco (nótese cómo aprovecho para usar este adjetivo de modo peyorativo, antes de que nuestros gobernantes nos lo prohíban por supuesto racismo verbal), qué decir de los países, como Chile o España, que aprovecharán esta ola iliberal para modificar sus acuerdos constitucionales. El gozo, no exento de inquina, con que el PSOE se acaba de aliar entre nosotros con todos aquellos que aborrecen la España de libres e iguales, la nación que prohíbe los privilegios de unos sobre otros, y el ahora ya evidente plan socialista de configurar con ellos un nuevo país, o confederación de países, que deje fuera de juego a la mitad no izquierdista ni nacionalista de la población (Miquel Iceta no lo ha podido tuitear más claramente), invita a preparar las exequias de estos 40 años que vivimos liberalmente, con nuestros corruptos y nuestro GAL y nuestro elevado desempleo, bien es cierto, pero también sobre la reconciliación del pacto de 1978.
¿Qué nos cabe hacer a cuantos no comulgamos con esta pendiente que nos arroja en manos de la democracia iliberal? Por supuesto, podemos tratar de defender aún las democracias liberales, la neutralidad del Estado, la presunción de inocencia, la meritocracia frente a las cuotas, la nación que acomuna a los distintos frente a las nacioncitas copadas por sus élites locales y difidentes ante las demás. Podemos empeñarnos en que estos años 20 que ahora comenzamos sean diferentes a los años 20 de hace un siglo: aquellos en que también parecían abocados al fracaso los entonces primeros pinitos de la democracia liberal.
Pero otra opción, que cada vez cobra mayor beneplácito, es la de reconocer que, en efecto, las democracias liberales contienen en sí el germen de mucho de lo que nos está pasando. Al fin y al cabo, este tipo de cosas no caen del cielo (aunque a veces parezcan un asteroide).
Cuando la democracia liberal fomentó el individualismo, quizá sentó las bases para que esos individuos acabaran sintiéndose desprotegidos y solitarios, y se agruparan luego en cualquier tipo de identidad histérica que reivindique jactanciosa su victimismo frente a los demás. Cuando la democracia liberal redujo la nación común a una mera Constitución, quizá sentó las bases para que mucha gente buscara otras naciones que les prometieran también algo más. Cuando la democracia liberal insistió en la autonomía de cada cual, quizá socavó los fundamentos de todas esas cosas que no elegimos (pertenecer a una familia, habitar una patria, ser humanos en vez de animales), pero que son la raíz muchos de nuestros deberes, así como del sentido de una vida humana que aspire a la plenitud. No es preciso ponerse trascendentales para ello, ni creer en una Familia (o “famiglia”), en ninguna Patria eterna, ni en ver al ser humano como a un dios: basta con recordar que somos mamíferos, como diría aquel poema de Jesús Lizano, no meros “sujetos de derecho” ni noúmenos trascendentales. Y que, por tanto, desde el principio mismo de nuestras vidas, necesitamos vínculos con los demás, no solo derechos (aunque también).
En suma, junto a la reivindicación de todo lo bueno que tuvieron las democracias liberales, quizá haya que empezar a pensar en una democracia posliberal. No la confundamos con las democracias iliberales de izquierda o derecha: de hecho, se trata de buscar un mejor valladar contra ellas.
Tendremos entonces que aprender a ver la libertad y las ligazones como cosas compatibles: de hecho, a menudo uno se siente más libre porque sabe que su familia, su nación o sus congéneres le van a proteger. Tendremos que dejar de denostar toda identidad, y aprender a distinguir entre identidades que nos enriquecen e identidades que nos menguan. Tendremos que aprender que ningún sistema político sobrevive solo, que ninguna institución pervive sola; que, si te limitas a invocar el poder de la ley, como si esta fuera capaz de protegerse sola, parecerás un polaco que en 1939 presentara una instancia ante su Ayuntamiento para protestar por la invasión germano-soviética, ignorante de que a veces hay que ir un poco más allá. Porque eso es siempre el tiempo, y deberíamos recordarlo ahora que empezamos nuevo año: un constante ir más allá.