El día más triste
«Resulta más triste para nosotros porque es nuestro proyecto el que se ha malogrado»
En su homenaje a Winston Churchill, el historiador John Lukacs observó que, con su determinación en la II Guerra Mundial, el premier británico había logrado preservar durante medio siglo más el esplendor de la civilización burguesa. De 1945 a 1995, ese periodo dorado que algunos consideran uno de los más altos logros de la humanidad, Europa occidental gozó del raro privilegio de una paz que, tras la caída del comunismo, se creyó perpetua. A lo largo de unas pocas décadas se pensó que era posible conjugar unos niveles de libertad, prosperidad e igualdad jamás conocidos anteriormente. El continente, ensangrentado en las dos guerras mundiales, vivía en paz consigo mismo, confiado en un futuro que sólo podía ir a mejor. Se puso en marcha la moneda única y se eliminaron las fronteras. El programa Erasmus facilitaba los matrimonios internacionales y se empezaron a coordinar proyectos industriales, científicos y militares a una escala desconocida hasta el momento. Cincuenta años más de civilización –quizás fueron sesenta– que terminaron en un durísimo choque con la realidad en 2008; aunque ese año realmente fue el final de una escalada de tensiones que llevaban acumulándose hacía tiempo, hasta que el estallido se hizo inevitable.
Lo que ocurrió después lo hemos ido descubriendo todos nosotros en primera persona, pero bien podría definirse como el final de una época que debemos a Churchill. El Imperio británico salvó a Europa de su destrucción, cuando Estados Unidos todavía no había decidido acudir a nuestro rescate. Este medio siglo terminó en 2008 con el derrumbe de la economía y su fin se ha sellado hace unos días, el 31 de enero, con la ruptura de la UE. Por supuesto ese día resulta más triste para nosotros porque es nuestro proyecto el que se ha malogrado, aunque las culpas disten de ser sólo nuestras. La marcha del Reino Unido es un fracaso para la UE y un empobrecimiento masivo –diplomático, militar, universitario, financiero– para el continente. La UE no sólo pierde la única ciudad realmente global a este lado del Atlántico, una capital financiera internacional y tres universidades en el top ten mundial, sino un país crucial para dotar de peso y relevancia a la Unión.
Un reino dividido no beneficia a ninguna de sus partes y sin duda Londres sufrirá las consecuencias durante mucho tiempo, pero me temo que nosotros las padeceremos aún más. Porque, en ese juego de acusaciones, resulta absurdo pensar que sólo ellos han fallado. Al final, guste o no, cada uno debe cargar con el peso de la culpa.