Los nuevos parias de la clase
«Los padres que piensan que con el veto parental protegen a sus hijos de supuestos parias favorecen que sus vástagos tengan más probabilidades de convertirse en unos»
Hasta hace pocos años, los niños y niñas homosexuales eran parias, también en familias y colegios más o menos abiertos y progresistas. No había ningún entorno bueno para serlo, si acaso menos malos, como cuenta cualquier gay o lesbiana al rememorar sus años de infancia, el descubrimiento de una sexualidad «invertida», el miedo a que se note y al qué dirán, y la imposibilidad aún hoy de contarlo a determinados miembros más mayores de la familia –un sacrificio que demasiado graciosamente se pide sin reparar en el sufrimiento que produce a quien se ve forzado a concederlo–.
El paso del tiempo nos refinó moralmente, gracias al empuje de un movimiento LGTBI al que ellos deben su libertad y que a nosotros nos ha hecho más tolerantes. Es lo que el escritor Luisgé Martín definió en su libro El amor del revés: «Yo había sufrido una metamorfosis inversa a la de Gregorio Samsa: había dejado de ser una cucaracha y me había ido convirtiendo poco a poco en un ser humano».
Aunque aún queda mucho por hacer, muchos espacios de tolerancia que conquistar –y mucho sufrimiento oculto que lamentar–, hoy se degrada públicamente a sí mismo quien cree insultar gritando «¡maricón!», como gustaba recordar a Pedro Zerolo, uno de los líderes de dicho movimiento. Y si es ya así en generaciones veteranas, mucho más lo será en las más jóvenes. Por eso, los padres que sinceramente piensan que con el veto parental protegen a sus hijos de supuestos parias, lo que hacen es favorecer que sus vástagos tengan más probabilidades de convertirse en unos. En los nuevos parias de la clase.
Como en la película de Michael Night Shyamalan El Bosque –en la que un grupo de ciudadanos afligidos y temerosos del futuro se retiraba a una aldea perdida sin tecnología ni progreso–, la solución a las incertidumbres del mundo, o a la incomprensión y el vértigo ante los cambios, no pasa por rechazar la realidad y volver al pasado, ni por traspasar esa aflicción a un tercero que no tiene la culpa, en este caso a los homosexuales. Menos aún se puede, como se intenta hábilmente, abogar por una condena en nombre de ninguna libertad. Lo expresa bien el psicoanalista italiano Massimo Recalcati en Las manos de la madre: «El regalo más grande que un padre y una madre pueden hacer: donar la libertad […] En el momento en que la vida crece y quiere ser libre más allá de los estrechos confines de la familia, la tarea de una madre y un padre es dejar marchar a sus hijos». Un razonamiento que Recalcati refuerza en El complejo de Telémaco, que gira alrededor del sufrimiento que causa no educar para el mundo, sino en base a una moral privada que lo rechaza.
¿Por qué hacerle eso a un hijo real en nombre de una supuesta protección ideal? Nadie debería tener derecho a eso.