La España que aplaude
«El aplauso ha favorecido un sentimiento de comunidad que tiene más que ver con la lealtad fraternal que con la identidad»
El hecho nacional adopta caprichosas formas en nuestras conciencias. En su dimensión sentimental, España es como toda nación: un proyecto imaginado, una noción de pertenencia a una comunidad que palpita en la mente de sus integrantes. Y esa comunidad parece haber descubierto, en el aplauso de las ocho, que aún resisten los mimbres emocionales que creíamos rotos. La España que aplaude se conjura en la paradoja de estar forzosamente alejada de su familia y, sin embargo, sentirse más cerca que nunca de sus conciudadanos. Quizá en el aplauso sostenido se esclarecen las palabras del profesor Sanz del Río, partidario de modular la nación “con el mismo vínculo que la familia primitiva”. Incluso cobra sentido aquella República Orgánica Federal que soñó Salmerón hasta el fracaso de la Primera República española. Disculpen por la digresión, pero ante una pandemia como la que sufrimos, no parece inadecuado volver sobre esa idea de la nación como organismo unitario y armónico que preconizaba el krausismo. ¿Qué somos, sino un organismo amenazado? Permítanme que en las fiebres del confinamiento escuche el aplauso como el latido de un organismo vivo que resiste.
El aplauso ha favorecido un sentimiento de comunidad que tiene más que ver con la lealtad fraternal que con la identidad. Nuestros conciudadanos no son aquellos con quienes compartimos lengua o color, sino a quienes debemos lealtad: la nación son ciudadanos que aplauden juntos, y que deciden y resisten unidos, o mejor: acompañados. G.A. Cohen considera que la justicia no puede garantizarse sólo con instituciones que supervisen las conductas egoístas: es necesario, dice, un espíritu igualitario. Y quizá esa sea nuestra tarea: construir un ethos generoso que no sucumba a la xenofobia de quienes pretenden privar de todo derecho al extranjero, ni a la de quienes quieren convertir en extranjeros a sus conciudadanos. Deben los políticos esforzarse porque este aplauso contribuya a remendar las costuras nacionales, a renegociar un pacto emocional entre españoles que pide a gritos ser recuperado.
Pensábamos que España era un territorio artificial, sostenido por un robusto andamiaje administrativo, pero carente de vertebración emocional. Y lo que esta crisis ha revelado es que los ciudadanos aplauden a la misma hora, mientras que el Estado, vaciado de competencias, es incapaz de ejercer un mando único y de dotarse de las herramientas necesarias para hacer frente a la crisis. Como observamos cada día, la adquisición responsable y la justa redistribución de recursos por el gobierno central exige canales y mecanismos que no existen o están gripados. Por decirlo con la terminología clásica: se ha demostrado que somos nación, pero no Estado.
Es irónico: décadas convenciéndonos de que España era un Estado administrativo, albergue de naciones históricas…décadas asumiendo que España era un Estado, y Cataluña y País Vasco eran naciones, y resulta que es exactamente al revés. No, España no es una nación de naciones, sino una nación de Estados, cada vez más pontificios. Pero en la España que aplaude late una nación y esa nación merece un Estado que la articule. Un Estado que administre la unión y la solidaridad entre quienes no salimos al balcón para proclamar independencias, sino para aplaudir y celebrar nuestra necesaria dependencia.