Por un europeísmo no necesariamente ingenuo
«Se necesitan ideales tanto como se necesita que esos ideales se equilibren con dosis de realismo histórico»
«Mientras tanto, ya en cada rincón de Europa se asiste al germinar de una nueva conciencia, de una nueva nacionalidad, (porque, como ya fue dicho, las naciones no son datos naturales, sino estados de la conciencia y formaciones históricas); y del mismo modo que hace setenta años un napolitano del antiguo reino, o un piamontés del reino subalpino, se hicieron italianos no renegando de su ser anterior, sino elevándolo y resolviéndolo en ese nuevo ser, así franceses y alemanes e italianos se elevarán a europeos y sus pensamientos se dirigirán a Europa y sus corazones latirán por ella como antes por las patrias más pequeñas, no olvidadas, y mejor amadas».
Son bellas palabras de Benedetto Croce, incluidas en su gran fresco «Historia de Europa en el siglo diecinueve». El filósofo napolitano expresa en ellas un ideal cosmopolita propio del primer nacionalismo liberal: que la forja decimonónica de las nuevas naciones fuera solo un peldaño de una unificación de más amplio aliento; una fase en la carrera del progreso humano que, de la familia a la tribu, pasando por la provincia y la región, llegaba entonces a la nación para culminar mañana en una Weltrepublik donde también las artificiales barreras nacionales quedarían disueltas en el «parlamento de la humanidad» profetizado por un Tennyson.
Las cosas transcurrieron, como se sabe, de otro modo. El descubrimiento de la etnicidad –en concreto de la lengua– como vector de pertenencia, y la rivalidad imperialista entre las viejas potencias, hicieron añicos el ideal cosmopolita de los liberales decimonónicos, herederos en esto de la narrativa ilustrada. Tras el armagedón mundial, algunos pioneros vieron la oportunidad de rehacer el ideal de una humanidad a escala europea. Fue una oportunidad bien aprovechada. Mi generación se educó así en la creencia de que pronto la Unión Europea estaría en situación de derogar, si no nuestros amores, sí nuestros egoísmos nacionales. Como sigo pensando que el progreso significa ampliar el radio de los afectos, es un sueño al que íntimamente no he renunciado. Pero al contrario que en años pasados, no creo que sea necesariamente la labor de mi generación hacerlo realidad pasado mañana. A la humanidad no hay que forzarle el paso.
Digámoslo así: se necesitan ideales tanto como se necesita que esos ideales se equilibren con dosis de realismo histórico. De lo contrario el ideal degenera en mesianismo o, en el mejor de los casos, aparatosa cursilería sin roce con la realidad. El rifirrafe con Países Bajos y Alemania a cuenta de la mutualización de la deuda sugiere que le pedimos a la Unión Europea algo que por esencia no puede dar, o no puede dar todavía: un tipo de solidaridad orgánica, espontánea, no sujeta a reglas, propia de las viejas comunidades nacionales. Y la Unión Europea no es una comunidad nacional aún. Mientras no lo sea, el método es la negociación, y en toda negociación exitosa lo primero es entender qué es lo que honestamente preocupa a nuestro socio, sin proyectar sobre él corrosivos tópicos o prejuicios (y esto vale para ellos lo mismo que para nosotros). Mi manera de ser europeísta ha cambiado estos años: antes quería comunitarizarlo todo; ahora me planteo el reto de no romper los Estados democráticos existentes (que ya vinculan solidariamente a millones de personas) y que en Europa podamos seguir viajando sin aduanas, usando una moneda común y recurriendo decisiones judiciales a instancias continentales. Si esas tres cosas subsisten cuando mis hijos se asomen a mi tumba, mi generación habrá hecho su parte.