Cuadro de (nuevas) costumbres
«Algo les costó aceptarlo a esos viejos que fueron niños de la postguerra y que siendo abuelos han preservado la escasez en la memoria y el ahorro como primer mandamiento, pero al fin asumieron que ahora les tocaba a ellos estar como nosotros les rogábamos. Encerrados»
De repente los hijos ya no son nuestros locos bajitos porque sin esperarlo a algunos nos ha tocado por vez primera decirles a los padres, a los que de repente añoramos con el amor que late desde el origen, que eso no se hace y eso no se toca. Hace tres semanas, cuando la triste rutina aún parecía una mala comedia, las llamadas sirvieron para repetirles que, por favor, no salieran más de casa. Algo les costó aceptarlo a esos viejos que fueron niños de la postguerra y que siendo abuelos han preservado la escasez en la memoria y el ahorro como primer mandamiento, pero al fin asumieron que ahora les tocaba a ellos estar como nosotros les rogábamos. Encerrados.
Ahora que el sainete ya va transformándose en una obra absurda, las conversaciones cotidianas, tras la pregunta de rigor, han funcionado como un curso a distancia para que le den al botón de la tableta, acierten a la tercera con la aplicación que deben descargarse y así podamos vernos y sobre todo puedan volver a repetirnos, como siempre, que nos deberíamos seguir afeitando. Con esa frase, a través de la cual reivindican con normalidad su lugar de tradicional autoridad en la familia, descubrimos olvidadas costumbres que nos vinculan los unos a los otros al tiempo que asumimos que esta es ya la hora de responsabilizarnos de ellos porque, como nos enseñó el profeta Simba, este es el auténtico círculo de la vida.
Ya no solo llaman ellos, también llamamos nosotros, pero cuando lo hacen los abuelos nos descubrimos respondiendo con una inquietud desconocida. ¿Todo bien?
El otro día, a media tarde, apreció el icono con su rostro en la pantalla, descolgamos y con su voz en sordina nos dijo que estaba en el hospital. ¿Ingresada? Por suerte no. Pero después de demasiadas horas de malestar, llamó al número que está en el dorso de la tarjeta, esperó turno y, mientras pasaba el tiempo escuchando una Elisa enlatada, creyó que con la respuesta ganaría seguridad. Tampoco. El teléfono del doctor transfirió la responsabilidad a la clínica, allí la llevó una ambulancia y en urgencias la recibieron diciéndole que con aquellos síntomas, que nada tenían que ver con el virus, ella, con las zapatillas y su bata de andar por casa, no debía estar allí y tocaba regresar a casa. Nos llamó a nosotros, con la prudencia disimulando la angustia, por si podíamos irla a buscar, devolverla a su refugio donde cada día les llaman sus vecinos para preguntarles cómo están, qué necesitan o qué les compran.
Naturalmente decidimos salir, ahora con la copertenencia fortalecida (gracias, Gregorio, por tu sabiduría que acompaña), aunque transfiriendo por unos instantes la angustia a nuestros hijos que son pequeños y saben más de lo que deberían. Y casi sin pensarlo, antes que mi mujer saliese para ser la madre de su madre porque sigue siendo su hija y ella es la abuela de nuestros hijos, recordamos que nuestros movimientos han quedado poseídos por el miedo. Para evitar problemas debíamos contarle al Estado nuestro modesto acto de amor familiar. Buscamos en el teléfono el documento oficial donde consignamos de dónde venimos y a dónde vamos sin pensar que tal vez, informando así al algoritmo, aceptábamos que no nos considere responsables de nosotros mismos porque sacrificamos libertad a cambio de una promesa de seguridad.
Regresó y se quitó las deportivas que han sido un testimonio de jovialidad desde que nos conocimos. Se puso las zapatillas para proseguir viviendo con nuestras nuevas costumbres. Llamó la abuela para decirle a los niños que se encontraba bien.