Sin librerías
«Como los templos, las librerías son biosferas donde pastan las horas lentas, el silencio preindustrial, los pensamientos profundos o las ensoñaciones»
Una librería abierta es un refugio de montaña. Un calor parecido al útero o a los brazos maternales tras una pesadilla. Estos días de alerta sanitaria las echo de menos. Aunque vivo lejos y de costumbre no puedo frecuentarlas como quisiera, siento paz sabiendo que respiran ahí fuera, en la ciudad. Ocurre igual con las personas a las que amamos: aun estando lejos las tenemos cerca, pisan nuestro nuestro silencio.
Añoro el toldo verde de la librería Picasso, por ejemplo. La luz ambarina de su escaparate proyectada sobre la acera nocturna, cuando uno se acerca a sus puertas como a un brasero. Echo de menos la librería Urbano, en el barrio Fontiveros. La timidez de Marian, quien, como un ermitaño, arrastra su librería Ubú, una sala minúscula que se multiplica borgianamente una vez se entra en ella, como la imagen de un caleidoscopio.
Las librerías no son esenciales, es verdad. Si uno no lee no acabará muriendo, como ocurre con el ayuno. Pero la ciudad está más triste sin librerías. Tiene menos capacidad pulmonar. Como los templos, las librerías son biosferas donde pastan las horas lentas, el silencio preindustrial, los pensamientos profundos o las ensoñaciones. Me conmueve su discreción entre los comercios más frecuentados. Gimnasios, aseguradoras, comida rápida. Su necesaria vocación de mártires o estilitas. Una ciudad sin librerías sería Mordor. Si no hubiera librerías yo no tendría refugio cuando me agobio entre la multitud o escapo de la lluvia repentina. No hablaré de la decisión de mantenerlas cerradas durante la pandemia, ni del oficio de librero, a veces idealizado por el romanticismo popular. Hablo de mi nostalgia. La añoranza de esa maravillosa cacería que consiste en acercarse a los estantes en busca de un libro, para ser encontrado. Uno acerca la oreja al estante buscando una música, la voz discreta de un libro que nos propone su universo. Un libro no grita, no te impone sus ideas, no te obliga a nada. Luego, tras el flechazo, uno abre sus páginas igual que se despliega el mapa de un tesoro que tenemos dentro, sin saberlo hasta ese libro que nos ha elegido.