THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

El poderoso influjo de las peluquerías

«¿Acaso serán los peluqueros los (inesperados) héroes secundarios de la dichosa desescalada?»

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El poderoso influjo de las peluquerías

“No tengo problemas con la bebida… excepto cuando no puedo conseguir un trago”.  La ocurrente frase, atribuida a Tom Waits, me ha venido a la cabeza estos días en relación a las peluquerías.

¡Qué locales tan fascinantes! Toda la vida dando por sentado que eran una utility de segunda fila para la mayoría de los seres humanos del primer mundo y resulta que, en la recta final del confinamiento, estamos descubriendo su auténtico valor cultural y social. Una lástima que las aventuras bursátiles de Marco Aldany o Metropolytan no prosperaran. Me lanzaría ahora mismo a comprar acciones.

Pedro Sánchez ya intuía la verdadera dimensión del asunto el pasado 14 de marzo cuando, al declarar el estado de alarma, la cuarentena obligatoria y el cierre de todos los establecimientos públicos no esenciales, sugirió que pudieran permanecer abiertas barberías y salones de belleza. Aquella excepción a la regla, digna de un visionario, no fue bien acogida por los trabajadores y la patronal del sector. Tampoco la entendieron las administraciones locales. ¡Cuánta incomprensión!

A los dos días, el ejecutivo tuvo que rectificar y reducir la capacidad operativa de los profesionales del corte y peinado a los servicios a domicilio para “garantizar la atención e higiene de las personas más vulnerables”. Y así los tintes para el pelo se convirtieron, de la noche a la mañana, en inesperada compra de pánico, pasadas las primeras urgencias de acumular lejía, harina y papel higiénico, como si nos fuéramos a la guerra. 

Según un reciente informe de Nielsen, durante el periodo de confinamiento, los productos de coloración capilar han aumentado sus ventas en casi un 90% respecto al ejercicio pasado. Y no he hallado un estudio serio sobre la evolución de la demanda en máquinas rasuradoras, pero un sondeo informal entre mis conocidos invita a creer que todos se han vuelto cualificados expertos en los pros y contras del corte mecánico con cabezas rotativas. 

Echo un vistazo en Amazon y cada vez parece más complicado adquirir algunas de esas tondeuses eléctricas profesionales de las marcas Remington, Wahl, Hatteker o Skull Pitbull (¡el Hummer-H1 de las afeitadoras para hombres!), que se han convertido últimamente en objeto de deseo para compradores incontinentes de gadgets tecnológicos. Como si, hace apenas un mes, no estuviéramos tan contentos con nuestras familiares Philips o Braun…

Repaso las redes sociales y algunos de los más divertidos chiflados a los que sigo –no todo va a ser gente cabal, menudo coñazo– se atreven a afirmar que tienen más ganas de que abran las peluquerías que los bares. Y eso, en un país como el nuestro, con 181.230 barras censadas en 2019 (una por cada 255 ciudadanos), da que pensar.

“Hemos logrado remplazar las cañas entre amigos por los chats en Zoom a la hora del vermut, pero no es tan fácil sustituir un corte de pelo decente”, me indica un colega al cual jamás hubiera imaginado preocupado por su look. “No es cuestión de imagen, sino de higiene y comodidad”, recalca.  

¿Acaso serán los peluqueros los (inesperados) héroes secundarios de la dichosa desescalada? En Francia, como aquí, está previsto que abran sus puertas el 11 de mayo con el consabido protocolo de seguridad: mascarillas protectoras, gel desinfectante, materiales desechables… 

Al anunciarlo hace algunos días, el titular de Economía galo sugirió que “millones de franceses están deseosos de ir a la peluquería cuanto antes”. Y es que, para Bruno Le Maire, «los cortes caseros no son una solución». El siempre impecable político centrista lo decía por propia experiencia: «Lo he intentado yo mismo y el resultado no fue genial”.

Tengo un afecto especial por Le Maire ya que, durante los años que viví en París, ambos coincidíamos muchas tardes recogiendo a nuestros hijos en el colegio público de la rue Saint-Benoît. Además, cuando la República Francesa tuvo a bien condecorarme por múltiples merecimientos que otro día contaré (o quizá no), la firma que rubricaba mi diploma de Caballero de la Orden del Mérito Agrícola era la suya. Ahora que ha reconocido con desparpajo que es un patoso a la hora de usar los utensilios de coiffeur, me identifico aún más con él.

No hagan caso de Kylie Jenner, Mileys Circus y otras celebrities descerebradas que presumen en Instagram de haberse cortado el pelo a sí mismas con unas burdas tijeras de esquilar. Nunca sale bien. El camino del do it yourself capilar está plagado de autoengaño (¡pero si no se nota!), decepciones (¡claro que se nota!) y cierta culpabilidad. Y si no se fían de Le Maire, fíense de mí.

Volviendo a nuestro ministro galo favorito –uno de los pocos que ha pillado cartera ministerial bajo la presidencia del conservador Sarkozy y bajo la del socialdemócrata Macron–, cuenta Pierre Lepelletier en Le Figaro que, cuando este se postuló como candidato a las primarias presidenciales del centro-derecha en 2016, le confesó que lo que más le gustaba de ir a la peluquería eran las charlas ideológicas. Literalmente, usaba a su coiffeur para sondear el terreno durante la campaña. “Los peluqueros son verdaderos medidores de la opinión pública y tienen un gran sentido de la política”, apuntaba.

El séptimo arte nos ha enseñado que un peluquero puede ser casi tan buen psicólogo como un barman y aún mejor conversador. Cuando uno hace recuento de las grandes escenas cinematográficas ambientadas en salones de belleza, siempre surgen los títulos previsibles: desde El marido de la peluquera (Patrice Leconte, 1990) hasta Magnolias de acero (Herbert Ross, 1989), pasando por la poco alabada Shampoo (Hal Ashby, 1975), con Warren Beatty más dedicado a relacionarse íntimamente con sus clientas que al tinte y cardado. 

Pero yo prefiero quedarme con dos personajes de la vieja escuela como los que aparecen en El Crack (José Luis Garci, 1981) y en Gran Torino (Clint Eastwood, 2008), con sus chaquetillas blancas, sus canónigas calvicies  –¿cómo puede un peluquero que se precie seguir oficiando tras quedarse calvo?– y sus batallitas de boxeo o lo que se tercie. Ese modelo de peluquero resabiado y displicente me transmite una confianza ciega que no logro encontrar en los salones de belleza unisex ni en las barberías de nuevo cuño, con decorado falsamente vintage regentadas por hispters tatuados. 

Cuando estoy de viaje, igual que algunos gourmets insisten en visitar el antiguo mercado de abastos local, yo me informo sobre la librería y la barbería más añejas. Curiosamente en Lisboa, donde ahora tengo mi segunda residencia, ambas están muy cerca: la librería Bertrand (fundada en 1732) se halla en el Chiado, a dos pasos de la Barbearia Campos Cabelleireiro (1886) y a un tiro de piedra, por cierto, de la cafetería A Brasileira (1905) que frecuentaba Pessoa. Así que pueden matar tres pájaros de un tiro… si logran esquivar las hordas de turistas.

En otras ciudades que frecuento, la casualidad ha querido que encuentre igualmente mis peluquerías de referencia, no siempre centenarias pero sí obstinadamente arcaicas y, en algunos casos, con excelentes productos de marca propia. Cuando estoy en París, voy a Alain Maître Barbier o a Les Mauvais Garçons (ambas en Le Marais) y me compro en la segunda su aftershave Soin Hydratant de Barbe. En Londres, acudo a Truefitt & Hill (Saint-James) o a Geo F. Trumper (Mayfair), donde aprovecho para adquirir su crema de afeitar a la brocha con aroma a almendra.

En Nueva York, mi favorita ha sido siempre Paul Mole (Upper East Side), de estética muy Mad Men, aunque también me hace gracia seguir las huellas de la Mafia y sus vendettas en barberías de origen transalpino como Sigfrido’s (Gramercy) o Vincent’s (Flatbush, Brooklyn). Una pena que el octogenario Claudio Caponigro se viera forzado a cerrar su negocio de East Harlem, después de seis décadas afeitando a los grandes capos, cuando su casero decidió en 2011 triplicarle el alquiler porque el barrio –antaño un suburbio temible– se había puesto de moda.  Claudio sí que contaba anécdotas fabulosas, no en vano llegó a ser acusado de encubrimiento por el FBI durante el juicio de 2006 contra la familia Genovese.

Sin alcanzar ese nivel de relatos épicos, todavía recuerdo con cariño a Demetrio, el venerable barbero de mi barrio madrileño, que antaño atendía a mi difunto padre y yo heredé –como una tradición menos costosa que la del Patek Philippe–, hasta que falleció inesperadamente un día y me vi huérfano por partida doble, obligado a buscar otro profesional juicioso a quien confiar mi cabellera.

Tuve la suerte de encontrar mi sitio en La Moderna que, como su propio nombre permite intuir, es la peluquería de caballeros más antigua de Madrid, fundada en 1881 por un emigrante portugués que llegó a la Villa y Corte con los títulos de barbero y sacamuelas. Ahora es su bisnieto quien gestiona esta institución especializada en el corte de pelo a navaja, por la cual pasaron el diestro Bienvenida, el líder republicano Lerroux y el filósofo Ortega y Gasset.

Allí acudo una vez al mes y me siento como en casa hablando con los parroquianos de la crisis recurrente del Real Madrid y otros temas de infinito debate masculino. Como he leído que hay establecimientos de menor pedigrí con listas de espera de cientos de clientes, dando turno para finales de mayo, ya les he escrito para que me hagan un hueco, a ver si logran arreglar la escabechina que últimamente luzco sobre el cráneo a modo de peinado. 

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