La realidad importa
«La realidad no admite improvisaciones: resulta demasiado dura como para sujetarla con juegos de crupier»
Los números son los números y la realidad es la realidad. Las primeras cifras económicas que conocemos nos hablan del abismo que se abre a nuestros pies. Caídas bruscas del PIB, destrucción de empleo, una morgue empresarial que se anuncia en el horizonte… El pasado viernes, la vicepresidenta del gobierno Nadia Calviño actualizó las previsiones para este año: un derrumbe del PIB de algo más del 9%, el déficit disparándose hasta el 10,3%, la deuda pública subiendo al 115,5% y el desempleo acercándose al 20%. Puro optimismo, puesto que, al fin y al cabo, con los números se puede jugar. Con la realidad, no. La realidad no admite improvisaciones: resulta demasiado dura como para sujetarla con juegos de crupier. Las ficciones crean universos, pero los universos terminan doblegando las mentiras que han nutrido la ficción.
El relativo optimismo de los números y la ingenuidad de una recuperación en V podrían resultar creíbles en un escenario moral distinto. Porque los países también son una moral, como bien intuyó Tocqueville. Una moral, que es como decir un carácter, una virtud. Y no podemos separar nuestra realidad actual de las décadas de detritus intelectual que hemos acumulado y que, de repente, se enfrentan a su peligrosa esterilidad. Nada nos había preparado para esto, porque nadie tampoco nos había advertido. Al contrario, la orquesta marcaba el ritmo embriagador de la danza de las ménades, mientras el resentimiento y la infantilización general se iban apoderando del debate público. Tres generaciones, de un modo u otro, se han perdido por el camino: la mía, nacida en los 70, que se acerca peligrosamente a la cincuentena con el riesgo de perder el empleo y quedar en la cuneta de la historia; la generación nacida de los 80, cuya vida laboral ha consistido en enlazar una crisis con otra; y la generación siguiente, la de los 90, cuyo horizonte inmediato es el paro y el trabajo precario, justo en la década decisiva en que se adquiere un know-how y se ponen las bases de una prometedora carrera profesional. Esta es la triste realidad de España: tres generaciones desbordadas, descapitalizadas, sin rumbo ni norte. Y no es la única, por supuesto. La crisis moral que vive España tiene un reflejo europeo. Y viceversa.
Porque nos sorprende que un camionero holandés presione a sus políticos para que no financien a sus vecinos españoles e italianos. Iba a escribir “a sus compatriotas españoles e italianos”, pero esas ingenuidades cosmopolitas se las dejo a los académicos. Lo que el camionero holandés enarbola es simplemente el discurso del miedo, que prende allí donde asoma el fracaso. La ruptura emocional, siempre latente, entre el norte próspero y el sur católico se agita de nuevo a las pocas semanas de haberse iniciado el gran confinamiento. Habrá que seguir observando esa grieta que separa el norte del sur a pocos meses de que España e Italia tengan que ser “rescatadas” –se le llame así o con cualquier otro eufemismo–. Porque lo inconcebible está teniendo lugar ante nuestros ojos. Y lo inconcebible no es ningún cisne negro, sino la consecuencia natural de la falta de verdaderas elites, de la borrachera del gasto, de vivir al límite sin entender siquiera que caminábamos como un funámbulo al filo del abismo. Las cifras importan, y mucho. La realidad importa aún más.