Malentendidos básicos
«Este tipo de renta básica plantea inmediatamente la pregunta por aquellas políticas que la harían innecesaria: una cosa es fomentar la libertad y otra paliar la dependencia»
Hace un par de semanas que no oímos nada al respecto, pero la renta básica volverá a aparecer en nuestro horizonte político. Eso significa que Pablo Iglesias defenderá su necesidad inaplazable, que el ministro Escrivá dirá que hay que estudiarlo y que la ministra Calviño pondrá mala cara pensando en Bruselas. También que abundarán las opiniones en medios de comunicación y redes sociales: se organizará espontáneamente una subasta para ver quién da más. Si se trataba de ayudar a los más vulnerables de manera inmediata y sencilla, por ejemplo mediante transferencias directas de renta, mejor nos olvidamos: no era eso.
¿De qué hablamos cuando hablamos de renta básica? Aquí está el meollo del asunto y también su posible rentabilidad política: nada luce mejor en la solapa del ogro filantrópico que la medalla por dar dinero gratis a sus ciudadanos. No es un dinero gratis, claro; tal cosa no existe. ¡Basta con que lo parezca! Y si el ciudadano pasa a depender de la ayuda directa del Estado, ¿no tiene ya algo de súbdito? Es obvio que se crea una relación de dependencia: no querré privarme mañana de lo que me dan hoy. Sin embargo, el fundamento conceptual de la renta básica apunta originalmente en la dirección contraria: hay que entenderla como una renta de libertad que emancipa al ciudadano de dependencias más perversas. De ahí que haya de ser universal e incondicionada; al recibirla todos sin excepción, no hay agravios comparativos ni servidumbres indebidas. Todos dependemos del Estado y el Estado somos todos.
Es por esta razón que Félix Ovejero se ha rebelado contra quienes tachan de «bolivariana» la propuesta de renta básica del gobierno; la pulcritud conceptual exige ir más allá del cortoplacismo político cuando discutimos estos temas. Y tiene razón. Pero esto exige aclarar el fundamento de la propuesta española, ya que lo que se ha oído hasta el momento se parece poco a la idea original de Philippe Van Parijs. Asegurar ingresos mínimos a tres millones de personas, pongamos, está lejos de ser un renta de libertad universal de orientación republicana. En sentido propio, la renta básica es una política de abundancia: el lujo que se regalan a sí mismas sociedades exitosas que ya no saben lo que hacer con su dinero. Así que la renta básica será una renta de libertad y no una renta de dependencia cuando se beneficien de ella incondicionalmente todos los ciudadanos. Pero podemos añadir que este beneficio no habrá de producir perjuicios más amplios: menudo negocio sería que la renta básica universal terminase por hacernos a todos más pobres. De manera que la renta universal será viable o no será nada.
Que ninguna sociedad avanzada haya implantado jamás una renta universal, ni siquiera las escandinavas, debería decirnos algo. Es verdad que Finlandia puso en marcha un programa piloto para 2000 desempleados, pero terminó por cerrarlo sin mayores explicaciones. Parece evidente, pues, que la renta universal incondicionada padece un problema de aplicación práctica que de momento no ha encontrado nada parecido a una solución: al gran sueño del bienestarismo republicano no le salen las cuentas. En la completa revisión de la literatura sobre renta básica que Luis María Linde acaba de publicar en Revista de Libros se señalan los dos grandes obstáculos que aquella -suponiendo que nos pusiéramos de acuerdo en su necesidad o justicia- plantea. No son pequeños: primero hay que financiarla y luego hay que prever su impacto sobre esa actividad que permitiría seguir financiándola. Y suponer que la presión fiscal necesaria para financiar una renta universal permanente no acabaría con las condiciones de abundancia que permiten crearla constituye, por decirlo suavemente, un peligroso acto de fe. Por lo demás, no es evidente que la renta básica sea un mejor instrumento para combatir la pobreza o la excesiva desigualdad que los actualmente existentes.
Recordemos que en nuestro país se está planteando una renta básica que no es universal ni incondicionada. Solo la recibirían determinados ciudadanos, siempre y cuando cumplieran determinados requisitos que indicarían una situación de especial vulnerabilidad; su fundamento parece por tanto la dignidad antes que la libertad: menos el lujo que la necesidad. Y aunque el debate se ha planteado en términos keynesianos, como una política de crisis, se ha sugerido que el ingreso sería permanente y desligado de la coyuntura económica. Esta confusión, interesada o no, deriva del momento en que se lanza la propuesta: si la ayuda es temporal, hablamos de un helicopter money que puede transferirse de inmediato; si la ayuda es permanente, la burocracia necesita su tiempo. Pero nótese que este tipo de renta básica plantea inmediatamente la pregunta por aquellas políticas que la harían innecesaria: una cosa es fomentar la libertad y otra paliar la dependencia.
Dicho todo lo anterior, deberíamos ser cuidadosos al debatir la renta básica. Es verdad que esto choca con los intereses propagandísticos del gobierno, naturalmente interesado en mostrarse magnánimo en plena crisis; aunque no se olvide que Bruselas y los inversores también están a la escucha. Sea como fuere, no perdamos de vista el contexto; hablamos de un país que se enfrenta a una caída sin precedentes del PIB, así como a un incremento brutal del gasto público, que ha llegado a este escenario sin margen fiscal y con un déficit público más que considerable, y que habrá de sufrir en lo sucesivo una contracción económica global que parece afectar en especial al turismo del que tanto depende. Ese país, en fin, no debería dejar volar tanto su imaginación: igual que la banca en los casinos, la realidad gana siempre.