La Gestapo dentro de mí
«Y caigo en la cuenta de que ese nazi que inspecciona las viviendas de un barrio de Praga vive dentro de mí»
La policía me ordena detenerme. Sobre mí, los árboles se estremecen como en los fotogramas de Malick. Llevaba seis kilómetros cuando he avistado el coche patrulla y me han dado el alto dos agentes prototipo. Corría, ese es mi delito. He sobrepasado el municipio donde vivo y corría a campo abierto saboreando el recién estrenado permiso para correr. A tan solo tres kilómetros desde mi casa. Solo, a las ocho de la mañana. Pero da lo mismo. Las órdenes son órdenes y yo soy ahora un delincuente. Y uno sin dni, por lo que me retienen durante diez minutos junto al coche mientras paran a otros delincuentes, bajo las frondas de Malick.
Tras apuntar en una hoja de papel mis datos me dejan continuar. El camino de vuelta, cinco kilómetros más, lo recorro con la sombra de la multa entristeciendo el paisaje que antes relucía. No sé cómo expresar mis sentimientos. Me siento humillado. Tengo la seguridad de que se ha ejercido una violencia injustificada sobre mi persona. No justifico la desobediencia, pero está claro, sigo pensando, que estos decretos son arbitrarios, y que tocan algo sagrado de cada uno, algo que no debe tocarse. Imagino, mientras aprieto el ritmo, a los auténticos delincuentes, acaso campando a sus anchas sin que esos dos hombres uniformados les presten atención, ocupados en detener a los que hacemos ejercicio en un espacio despoblado. Pienso en los meses que he pasado recluido en casa con seis niños pequeños y concluyo que no merezco ese trato por parte del Estado, que ciertamente no es justo.
Más tarde, tras once kilómetros de carrera, estiro las piernas junto a mi casa. Los agentes siguen en mi cerebro, no se han ido. Salvando la distancia, evoco algunas dictaduras. La vida de aquellas gentes en los regímenes del siglo pasado. Qué duro ver confiscado tu trabajo, tus propiedades, tu familia, todo cuanto significaba la palabra amor por el hecho de ser judío o de no acatar la lógica perversa del ideal soviético. Salvando las distancias, repito. Y sin embargo, percibo en el ambiente actual un olor a prisión y a vigilancia. Me asombra, lo confieso, el músculo que están mostrando los Estados modernos, sobre todo nuestra docilidad. Todo lo que entregamos a cambio de una presunta nueva normalidad donde seguir respirando. Pienso en todo esto y entonces veo a un grupo de veinteañeras, cuatro, paseando juntas, sin disimulo, y percibo dentro de mí la acusación, un impulso ciego y animal dictando sentencia, señalando. Y caigo en la cuenta de que ese nazi que inspecciona las viviendas de un barrio de Praga vive dentro de mí. El estado de alarma está dividiendo a las personas de mi barrio: los que aporrean la cacerola y los que aplauden, los que obedecen y los que no, los que llevan la mascarilla y los que no la llevan. Ha despertado instintos dormidos en la abundancia material. Se suceden las denuncias a vecinos, los chivatazos, se multiplican las sanciones a ciudadanos que han perdido su trabajo y solo quieren correr, pasearse a sí mismos o a sus hijos o a sus mascotas, y se les acusa en nombre de un bienestar colectivo que han desatendido precisamente quienes diseñan esas leyes que velan por nosotros. Mientras miro a esas chicas ladinamente soy un miembro de la Gestapo. Abro la puerta de casa con un señor muy rubio y uniformado ocupando mi corazón, y mientras abro el grifo de la ducha comprendo por qué come una familia de alemanes mientras muere famélica una familia de judíos en un campo de exterminio. Lo que me asusta es eso: que lo comprendo. Que ese campo de exterminio es mi corazón. Que acabo de meter en él a esas cuatro chicas despreocupadas y delincuentes.