Ciudadanos invisibles
«Han sido ellos, los habitantes de las ciudades invisibles, quienes han mantenido activo el funcionamiento básico de nuestra sociedad urbana. Son los que no veíamos. Los que no vemos»
Tienen la misma edad y vivimos en la misma ciudad. Pero mientras mi hijo levanta la mirada de la tableta y se vuelve a distraer vigilando cómo redacto este artículo dictado por la mala conciencia de clase, el suyo mira a su madre andando desde la única ventana del pequeño piso alquilado donde viven desde que el sueño de la prosperidad los trajo a este país que ya es el suyo. Misma edad, misma ciudad, realidades y miradas distintas. Porque ahora su pequeño la mira a ella caminando por la calle, un día cualquiera con la mascarilla de ayer, en dirección a la estación de metro, como volverá a hacer mañana y como han seguido haciendo tantos vecinos de los barrios de las clases subalternas en el área metropolitana durante el Gran Enclaustramiento. Mientras más gente subía a su vagón durante el trayecto en la alargada línea roja, ellos han sido quienes no podían respetar la distancia de seguridad. Los que luego hemos visto bajar de los autobuses o salir de las estaciones de metro desde nuestra terraza. Son quienes volverán a pisar las andanas nuevamente porque las bicicletas municipales están demasiado lejos del lugar donde no han podido ni pueden dejar de ir a trabajar. “The working, the working, just the working life”. No es una estampa ideologizada. Ahora no. Son datos.
Nada distinto de lo que ha ocurrido en tantas áreas urbanas de los países desarrollados. Para el caso de Barcelona lo ha estudiado el Grup d’Estudis sobre Energia Territori i Societat. Se trataba de cruzar información contrastable: comparar el número de validaciones de tarjetas de transporte que se produjeron durante las primeras semanas del confinamiento (los ha suministrado la Autoritat del Transport Metropolità) con aquellas áreas de la ciudad que los investigadores de ese potente grupo ya habían delimitado en función de la renta familiar (zonas adineradas, intermedias, vulnerables). Y los resultados del estudio son clarificadores. Muchísimos menos viajes, pero no en todas las zonas por igual. Donde más ha disminuido el uso del transporte público fue en los barrios más ricos. En las zonas de renta más alta la reducción de la movilidad fue más rápida y ha sido más intensa. Así hemos podido quedarnos en casa, pero no todos por igual.
Los ha habido que hemos podido alternar el teletrabajo que apenas cunde con revisar a desgana las respuestas que los pequeños le han dado a una aplicación banal para seguir aprendiendo inglés o empezar a separar sílabas. Y luego están los otros. Son ellos y no nosotros, son ese hijo que puede quedar descolgado de la escuela y esa madre que reciclan guantes y mascarilla quienes recrean la vieja estampa de Bruce Springsteen que tanto me conmueve quizá porque no la he vivido. La escucho mientras escribo y ellos siguen trabajando. Han sido ellos, los habitantes de las ciudades invisibles, quienes han mantenido activo el funcionamiento básico de nuestra sociedad urbana. Son los que no veíamos. Los que no vemos. Los que no tendrán un sobresueldo. Con sus manos, su capital, han desinfectado nuestros hospitales, han cocinado para nuestros ancianos que olvidamos y con una mano en el manillar y otra en el móvil han pedaleado por cuatro perras y un contrato de mierda para llegar a nuestro edificio y así entregar el pack de cervezas que a última hora hemos pedido dándole a un clic en nuestra tableta. Al menos saberlo. No todos pudimos quedarnos en casa. Ellas sí que han puesto el cuerpo. No ha sido una metáfora empoderada. No jodas. Ha sido la realidad.