Cuidado con los cuidados
«Reivindicar esta “ética del cuidado” como la aportación distintivamente feminista a la vida pública e institucional, despertaba, y sigue despertando, un lógico recelo: “naturalizar” ciertas distribuciones de roles, actitudes y tareas»»»
Si tienen ustedes bien calibrado el radar de eso que pomposamente llamamos “conversación pública”, habrán escuchado más de una vez, desde los pagos de la auto-proclamada izquierda, que debemos “poner los cuidados en el centro”. “La patria son los cuidados”, ha dicho con parecida ampulosidad un conocido representante político de ese sector ideológico; los cuidados deben “constitucionalizarse”, añade una diputada de Unidas Podemos doblando la apuesta. La crisis sanitaria provocada por la pandemia del COVID-19[contexto id=»460724″] habría puesto de manifiesto la importancia de “los trabajos de cuidados”, trabajos de los que, se dice, se ocupan fundamentalmente las mujeres. Sin los cuidados no hay economía ni sistema productivo posible, se remacha, cosa que ya habría venido señalando el feminismo. Los seres humanos, proclaman al fin influyentes representantes de la versión eco-feminista, somos frágiles, vulnerables y “eco-dependientes”.
Si este conjunto de alegatos no es una mera colección de banalidades, ¿de qué se está hablando? La referencia más enjundiosa a los “cuidados” evoca de manera difusa la obra de la psicóloga Carol Gilligan, quien hace casi 40 años defendió la existencia de una forma distinta de desarrollo moral entre niños y niñas en las primeras etapas de la infancia, lo cual provocaría que, a la hora de encarar sus decisiones morales, las mujeres desplegaran un razonamiento distinto, menos basado en la abstracción y universalidad del ideal de justicia –que sería típica de los varones- y más apoyado en la compasión, las relaciones personales y el “cuidado de los otros”.
Reivindicar esta “ética del cuidado” como la aportación distintivamente feminista a la vida pública e institucional, despertaba, y sigue despertando, un lógico recelo: “naturalizar” ciertas distribuciones de roles, actitudes y tareas. La denuncia de que son fundamentalmente las mujeres las que “cuidan”, presupone que las mujeres no tienen un destino marcado por sus predisposiciones, incluso si Gilligan tuviera razón en su constatación (y no parece que, por lo que ha revelado la investigación posterior, sea el caso).
A lo que se apunta es, más bien, a que ese “trabajo” se reconozca debidamente, se dignifique y se remunere como corresponde, una empresa para la cual nos podemos ahorrar la jerga campanuda y los arcanos de la teoría social de la que muchas veces se habla con el bagaje de la lectura solapada (de solapa de libro, como apuntara genialmente en cierta ocasión Fernando Savater). Por otro lado, si verdaderamente hay un propósito de que nos tomemos en serio la reivindicación política del “cuidado”, si aquella es algo más que otro ingenioso branding para la guerrilla cultural, o, peor aún, el contrabandeo de intervenciones públicas o reformas para las que sí podría habría legítimas resistencias, urge precisar, para empezar, lo que queremos decir con “cuidados” y ulteriormente distinguir entre sus sentidos posibles. Ahí va un primer bosquejo.
En su dimensión más elemental, el cuidado es un asunto estrictamente privado. Para empezar cada cual tiene su propia manera de cuidarse: la eco-dependencia es compatible con la “drogo-dependencia” (sea para la farra, sea para la práctica deportiva), que tal vez no sea la mejor manera de “poner los cuidados en el centro”, aunque sí de ejercer nuestra autonomía personal. Si pensamos en las relaciones interpersonales, uno “cuida” finalmente a quien puede (¿quién no habría querido “cuidar”, aunque fuera un poco, a Paul Newman o a Natalie Portman?) y en todo caso a quien quiere, y, tratándose de adultos competentes, lo hace bajo las condiciones que, suponemos, libremente se asumen y que “compensan”. Cuando deja de ser el caso, las relaciones de cuidado sencillamente se abandonan y se liquidan con equidad, teniendo en cuenta, en su caso, los intereses de los hijos. Quienes lo dejan todo por sus padres ancianos o por sus hijos instalados en el “ninismo” tal vez merezcan nuestro aplauso moral, pero quienes no lo hacen no incumplen deber alguno. Quienes se animan a tener descendencia por lo general generan externalidades positivas, y, en ese sentido, las atenciones y cuidados que precisan esos menores son en cierta medida “cosa de todos” (aunque fundamentalmente de sus progenitores).
Hay, en segundo lugar, un cuidado “profesional”, la asistencia sanitaria más o menos sofisticada que trata, cura o previene la enfermedad, y la ayuda mucho menos cualificada con la que atender urgencias que ya no podemos resolver autónomamente. Todos debemos ver garantizado nuestro derecho a la satisfacción de esas necesidades, pero el aumento en la esperanza de vida obviamente incrementa el monto necesario para remunerar a esos profesionales y sufragar las infraestructuras que acompañan al cuidado.
Y en la última de las dimensiones posibles, también nos cuidan profesionalmente quienes nos ayudan a garantizar nuestra seguridad personal, la condición de posibilidad de que podamos disfrutar de muchos otros bienes e intereses básicos: ¿o es que no constituyen “trabajos de cuidados” los del ejército, la policía, los servicios de protección civil, de rescate, profesiones donde los riesgos son máximos y extremo su carácter penoso? ¿O es que dejan de serlo porque están fuertemente masculinizados?
Tanto en ese segundo como tercer sentido del “cuidado” hablamos de prestaciones que el poder público debe garantizar como lógico correlato de la existencia de un derecho a la “seguridad” personal, entendida ésta en un sentido amplio. Urge sin duda discutir y decidir colectivamente el alcance de esa panoplia de prestaciones públicas, qué nivel de “suficiencia” nos podemos permitir teniendo en cuenta que no todo es cuidarnos y muchas veces es cosa nuestra, de cada cuál según prefiera.
Cuídense.