Sobrevivir a la Bannonización
«Buscan eliminar todo lo que hay entre el PSOE y VOX, porque así se saben eternamente gobernantes sin responder ante los gobernados, sin pagar el precio de la gestión negligente»
Nacionalistas, populistas, fanáticos, ingenieros sociales, narcisistas de la pequeña diferencia, políticos de la identidad… todos quieren que dejemos de ser quienes somos. Cada persona tiene su propia identidad, no varias identidades, sino una sola, única, irrepetible y compuesta por diferentes pertenencias, cuya combinación nos hace irrepetibles. Sin embargo, durante los últimos años, y como denunció Amin Maalouf en Identidades asesinas, resurge una atávica tendencia a proclamar e imponer “esa concepción estrecha, exclusivista, beata y simplista que reduce toda identidad a una sola pertenencia”. Debes elegir, exigen los demagogos, entre nosotros o ellos. Así es como nos reducen, nos empobrecen, nos colectivizan. La política cae por la pendiente resbaladiza del maniqueísmo, las sociedades se fracturan y la polarización se convierte en el concepto del momento.
Los simplificadores de nuestro ser otorgan a su pertenencia escogida y exaltada el monopolio de la dignidad. Y, por muy privilegiados que sean en realidad, les encanta pavonearse como víctimas. Por un lado, la pertenencia se fortalece y anula a las otras cuando se percibe la amenaza de un enemigo, imaginario o no. “¿Acaso no es la principal virtud del nacionalismo hallar para cada problema un culpable antes que una solución?”, se pregunta nuestro autor. Por otro, presentarse como víctima otorga los beneficios de la superioridad moral y, pringándose de sentimentalismo, ahorra en argumentación. Aún recuerdo cómo un periodista estrella del nacionalismo catalán -uno de los que parecían más respetables- aseguró que se sentía como los “negros de Alabama”, enfatizando, cómo no, la “dignidad extraordinaria” de los suyos. Los otros, ya saben, somos bestias taradas o, en el mejor de los casos, seres humanos con dignidad estándar.
También recuerdo que, por aquella época de pasiones nacionalistas, una representante pública del PSC me explicó indignada que en la escuela le habían preguntado a su hija si en casa eran demócratas o fascistas. Sabíamos a qué se referían. Los nacionalistas eran los demócratas y los fascistas éramos el resto. Curiosamente, ahora son algunos de sus compañeros socialistas los que replican la falaz disyuntiva, equiparando demócrata a lo que va de Pablo Iglesias a Pedro Sánchez. El resto, “trifachito”. Sin embargo, esta deriva no es una nueva adquisición del actual inquilino de La Moncloa. Él, simplemente, la acelera. Antes del separatismo catalán y antes de Podemos, el PSOE ya buscaba la polarización. José Luis Rodríguez Zapatero dinamitó los consensos de la Transición, porque le interesaba, así lo admitía en privado, la tensión. Parecía que a inicios de siglo el socialismo español copiaba la estrategia de Karl Rove, gurú del entonces presidente estadounidense George W. Bush. En la misma senda paradójica, Sánchez y/o su particular maquiavelo observan a la derecha del otro lado del Atlántico y se proponen realizar en España el sueño de Steve Bannon, el ex asesor de Donal Trump. Es decir, se proponen simplificar la política y convertirla en un campo de batalla emocional entre un populismo de izquierdas y un populismo de derechas. Buscan eliminar todo lo que hay entre el PSOE y VOX, porque así se saben eternamente gobernantes sin responder ante los gobernados, sin pagar el precio de la gestión negligente. Todo será muy épico, pero, en esa concomitancia de estrategias, se evapora la posibilidad reformista y el futuro de España languidece.
¿Cuál será el resultado de tanta irresponsabilidad? Esta es la respuesta de Maalouf: “los dirigentes que no se entregan a la demagogia se van viendo marginados. Se refuerza entonces, en vez de debilitarse, el sentimiento de pertenecer a las diversas «tribus», y retrocede, hasta desaparecer o casi, el sentimiento de pertenecer a la comunidad nacional. Siempre con amargura, y a veces con un baño de sangre”. Cataluña estuvo demasiado cerca del conflicto civil en otoño del 2017. Y, estos días, en no pocas casas españolas resurgen los miedos y los odios guerracivilistas. Es el efecto secundario de las palabras. Es la consecuencia de la política sin contención. Destrozan la credibilidad de las instituciones con un uso partidista desvergonzado y deslegitiman cualquier crítica con la excusa de una crispación que ellos mismos promueven.
Así, la dificultad de luchar contra esa polarización sin contribuir a ella es enorme. En un contexto mediático dominado por las emociones adversativas, conjugar relevancia y responsabilidad es tarea hercúlea. Encerrarse en las catacumbas es tentador, pero callar es una opción irresponsable. Es el silencio de la sensatez lo que permite que la minoría radicalizada se impongan a la mayoría moderada. El principal responsable de ese juego de extremos es el que ostenta el poder y financia la discordia, por lo que hay que denunciarlo y desincentivarlo cuanto antes. Puede haber algo cíclico en todo ello, incluso es posible que el moderantismo vuelva pronto a ser electoralmente rentable, ya que las sociedades se cansan de estar enfadadas y enfrentadas permanentemente. Pero es fundamental que, en este subidón polarizador, no se tomen decisiones irreversibles. Destruir es mucho más fácil que construir. El ejemplo paradigmático es el Brexit, momento en el que el virus identitario derrotó a los anticuerpos conservadores.