De Gildas y gin tonics
«Hace unos días falleció en San Sebastián Antxon Vallés, el rey de la Gilda, en cuyo histórico bar-restaurante de Reyes Católicos se inventó esta tapa en los años 40»
“Los hombre se van a la cama con Gilda y se despiertan conmigo”, solía decir Rita Hayworth. Gracias a aquel personaje cinematográfico, la actriz estadounidense entró en la leyenda, convirtiéndose en el mito erótico de su generación. El filme, dirigido por Charles Vidor en 1946, fue considerado entonces por la Conferencia Episcopal española como “gravemente peligroso” debido a una escena donde la pelirroja Gilda cantaba ‘Put the blame on mame’ culminando su actuación con un sensual striptease de guante.
Ahora sabemos que Hayworth tuvo una vida terriblemente desgraciada antes, durante y después de ser un estrella del séptimo arte, como cuenta con todo detalle Barbara Leaming en el libro Si aquello fue felicidad… (Tusquets). Pero en ninguna de sus biografías se incluye la anécdota gastronómica que entronca a esta diosa del amor con el pintxo más icónico del circuito de bares donostiarra y, por ende, nacional: la Gilda.
Hace unos días falleció en San Sebastián Antxon Vallés, el rey de la Gilda, en cuyo histórico bar-restaurante de Reyes Católicos se inventó esta tapa en los años 40. Tercera generación de taberneros, Antxon era el continuador de un estirpe que llevaba casi 75 años cultivando la excelencia de ensartar en un palillo una anchoa, una aceituna y una piparra para obtener el aperitivo perfecto. A los 57 años, se lo ha llevado una crisis cardíaca, sin que los habituales del bar Vallés puedan olvidar ese optimismo y socarronería que mantuvo incluso en estos últimos meses de confinamiento.
Fue su abuelo Blas, un bodeguero de Olite que fundó el local en 1942 como despacho de vinos navarros a granel, quien popularizó este bocado al poco de transformar la venta en taberna. El invento se atribuye a un parroquiano llamado Joaquín Aramburu, alias Txepetxa, que tenía la manía recurrente de ensartar en un palillo –por el gusto de comerlos juntos de un bocado– los encurtidos que la casa solía ofrecer como acompañamiento del morapio.
Como el peculiar manjar hizo gracias a los asiduos, Blas lo bautizó como Gilda en alusión a la película que acababa de estrenarse en nuestro país rodeada de polémica, porque era “verde, salada y un poco picante” como esta. A decir de los gourmets más adictos, la magia de dicha banderilla reside al 100% en la calidad y óptima conservación de sus ingredientes.
“Si hay un pintxo que es icono de la gastronomía donostiarra, que ha traspasado fronteras como ejemplo e imagen de la cocina en miniatura, esa es la Gilda”, reza la web del bar Vallés. Pero no se crean que el negocio ha sobrevivido todo este tiempo a base de banderillas. A Antxon le gustaba recordar que, en sus mejores épocas, solo con lo que despachaban Casa Alcalde, el bar La Cepa y Casa Vallés, se vendía en San Sebastián más jamón ibérico de Sánchez Romero que en todo el resto de la península. Así se las gastan por allá y así es esta ciudad que te seduce y te atrapa: imposible no amarla cuando tienes una mínima inclinación por el hedonismo y la buena vida.
Dos conceptos, estos, que no se circunscriben exclusivamente al placer de los sentidos, sino que incluyen también el disfrute sosegado de las artes, paseos, paisajes, encuentros y vivencias. Ante el menor atisbo de duda, lean el reciente Nada importa, de Jesús Terrés (Ed. Círculo de tiza), y lo entenderán.
Como Santander, Biarritz, Niza, Deauville, Brighton y otras ciudades balneario que vivieron su esplendor en el siglo XIX, cuando la nobleza y la alta burguesía europeas adoptaron la sana costumbre de veranear al borde del mar –¡eso de Baden Baden era un camelo!–, Donosti conserva aún ese espíritu señorial, cosmopolita, cultivado, abierto y asaz permisivo que nos ha cautivado a lo largo de numerosas visitas, incluso en los años del plomo, cuando el ambiente en algunos barrios belicosos echaba literalmente chispas.
Recuerdo estancias inolvidables en un hotel decadente de Miraconcha, subiendo en funicular al viejo parque de atracciones del Monte Igueldo –una reliquia de 1921–, para ver luego ponerse el sol desde el Peine del Viento de Chillida y terminar la velada explorando la apabullante carta de riojas centenarios de Rekondo. Recuerdo maratónicas rutas de poteo por la Parte Vieja en bares como Beti Jai, Loretxu, Astelena o Rekalde, que hoy han cerrado o quizá siguen abiertos, pero ya no son lo que fueron porque los gustos cambian a medida que se homogeneizan irreversiblemente ciertos destinos turísticos (menos mal que nos quedan el Ganbara, el Martínez y algunos más). Recuerdo tantísimas ediciones del congreso Lo Mejor de la Gastronomía (luego San Sebastian Gastronomika), con parada obligatoria en las mejores barras de Gros (Bergara, Ezcurra, Bodega Donostiarra…) que culminaban indefectiblemente en intensas noches de gin tonics con chefs de fama planetaria en el primer piso del Dickens.
Y es que en esta ciudad llegó a hacerse de dicho trago largo una verdadera religión –que se extendería a toda la piel de toro en lustros venideros– gracias al talento y el carisma del maestro de la coctelería Joaquín Fernández Rebollo: otro que nos ha dejado repentinamente el pasado mes de abril, en plena cuarentena.
Hasta que Rafael García Santos organizó aquí el I Campeonato de España de Gin-Tonic en 1999, dichos combinados se servían malamente en toda España “en vaso de tubo lleno de hielo ordinario, ginebra –hasta que uno decía basta– y un botellín de agua tónica al lado”, como recuerda Salvador García-Arbós en www.7canibales.com. En aquel original concurso, que el propietario de Dickens ganó por goleada, descubrimos el twist de limón, el bloque de hielo macizo, el servicio en copa de balón… Y, como recalca Salvador, “la renovada bebida acompañó al cambio de paradigma de la gastronomía universal”.
Conocí al causante de todo hace lustros en un Campeonato del Mundo de bartenders organizado en Goteborg. Pasé con él un par de jornadas memorables en la ciudad sueca, disfrutando de su arte y su humildad, sin que en ningún momento presumiera ante mí de haber ganado el anterior Mundial de Tokio 2000 en la categoría de long drinks. Así era este leonés discreto y risueño, que poco antes de fallecer, ya soñaba con reabrir el Dickens para celebrar la desescalada con un trago de nueva creación que iba a llamarse Verde Esperanza.
En su pub de estilo inglés decididamente vintage, hemos pasado muy gratas veladas observando el modo en que el maestro, mitad alquimista mitad confesor, extraía los volátiles aceites aromáticos de una corteza de limón trabajando su fina piel con dos pinzas encima de la copa con el hielo recién puesto. Con sus paredes llenas de trofeos y retratos del propietario con estrellas del espectáculo, el deporte o la alta cocina, el Dickens ha sido, desde 1985, una parada obligatoria para los gourmets locales y foráneos, así como para los asistentes a congresos y festivales con pedigrí.
Joaquín no inventó el gin tonic, pero sí lo elevó a un nivel de sofisticación inaudito y lo convirtió en el trago after diner predilecto de cocineros y foodies de todas las nacionalidades, contribuyendo así a su inesperada ascensión al podio de los tragos largos en las dos últimas décadas. Y la clave para ser adoptado como el mejor digestivo por los profesionales del sector fue, a decir del eminente médico y crítico culinario Raimundo García del Moral, “la perfecta conjunción de amargos, dulces y anisados presentes en el combinado, acelera la digestión, entona el ánimo y ayuda a superar las vicisitudes que a veces enturbian el placer gastronómico”.
Tanto Joaquín como nuestro amigo Raimundo han desaconsejado siempre el jugo de limón como ingrediente de este cóctel pues “el zumo ácido reacciona de forma inmediata con el bicarbonato de la tónica levantando todas las burbujas hasta dejar sin fuerza la bebida”. Y yo solo puedo sumarme humildemente a dicho consejo.
Hoy el gin tonic se sirve en muchos garitos indocumentados como si fuera una ensalada tropical, utilizando ginebras excesivamente aromáticas y agregando a la mezcla especias, cortezas, bayas, hierbas o frutas deshidratadas. Les ahorraré mi opinión.
Tampoco las gildas son ya lo que eran, puesto que bajo ese apelativo muchos mesoneros de nuevo cuño se atreven a incluir en la receta primigenia productos como sardinas, atún rojo, percebes y hasta camarones. Como bien señala Carlos Maribona en ABC, “se ha abusado de la palabra hasta el punto de que a cualquier tapa pinchada en un palillo se le da ese nombre, pero eso no son gildas sino banderillas”.
Ahora que el País Vasco ha superado la fase 3 de la desescalada y entrado en la llamada nueva normalidad –¡menudo chiste de término!–, espero y deseo volver pronto a San Sebastián para pasearme por Hondarribia y La Concha, visitar alguno de sus templos culinarios (18 estrellas Michelin en un radio de 25 kilómetros), saludar a los amigos… Y no olvidaré pasar por el Vallés y el Dickens para presentar mis respetos a estos dos personajes entrañables que se han ido sin avisar.