Habitaciones separadas
«Sobre los cónyuges a veces no gravan los años, sino los metros, y conviene alejarse para acercarse»
Un estudio reciente publicado por Frontiers asegura que es beneficioso dormir en pareja, porque aumenta la fase REM del sueño —que yo imagino como una fase musical, lampiña y alternativa— y las dos personas tienden a “sincronizar la arquitectura de su sueño”. No concretan estos estudiosos qué ocurre cuando uno es un Gaudí del sueño y el otro un Calatrava, propenso a su demolición; tampoco contemplan las grietas que sobre la arquitectura deja el seísmo del ronquido. El único terremoto sin daños es el orgasmo.
De noche el cuerpo puede ser un despertador anárquico, un calefactor con el termostato roto, un disyóquey espasmódico. Lo que empieza en cucharita puede terminar en cuchillos; y todos a cubierto. Por eso el descanso también precisa su distanciamiento, sin llegar a la medida de Borges, quien, en lugar de pasar la noche de bodas con su mujer, la pasó en casa de su madre. Hay que reivindicar la separación de pudores, el derecho woolfiano a tener una habitación propia, un sueño propio.
Ahora que en las series juveniles, donde más que repartir papeles se reparten cuotas, quieren imponer el trío como ejemplo de amor libre —¡tres son plenitud!—, propongo un trío de habitaciones para que yacer juntos sea siempre una elección: el dormitorio de cada uno, donde viajar sin revisor por los estados del ánimo, más un cuarto en el que citarse como en un hotel; un territorio por conquistar, sin la hiedra de la rutina, para enamorarse en un abrir y cerrar de bocas. Camila y el príncipe Carlos de Inglaterra siguen, al parecer, este sistema de tres cuartos, pero hay todo un anecdotario de separaciones habitacionales basado en lechos reales; y plebeyos. En Ambiciones, por ejemplo, mientras habitó Belén Esteban, el torero Jesulín quiso “toa, toa, toa” la habitación para él.
En sus diarios tempranos, Sontag habla del matrimonio como una “proximidad con falta de afecto”. Sobre los cónyuges a veces no gravan los años, sino los metros, y conviene alejarse para acercarse. Despertarse en soledad y descubrir con alegría que no se está solo. Buscarse por toda la casa con ilusión, como niños en una mañana de Reyes, y reencontrarse. Hay quienes encontrándose todas las noches no llegan a encontrarse nunca.
Dicen que las parejas acaban pareciéndose y no se equivocan: a mí me ha crecido la barba y a mi marido los pechos. El refranero advierte del efecto alienante del colchón compartido, del mullido de la personalidad bajo el peso de otra. En el amor lo difícil no es conocerse, sino reconocerse, preservar el yo. En una carta a su cuñado, Rilke funda el éxito de la convivencia en el “fortalecimiento de dos soledades vecinas, […] solo dos mundos amplios, profundos y propios pueden enlazarse”. Asimismo, el deseo necesita una distancia de inseguridad, un obstáculo, el misterio de una puerta cerrada, para no secarse como el betún que se ha dejado de usar. Acostarse apartados evita la nostalgia del imán de los primeros años y el miedo a la glaciación de los últimos, y exonera al sofá en las discusiones. Quién pudiera hacer dormir en camas separadas cabeza y cuerpo.