Qué ha sido de Podemos
«Jamás han creído en la democracia representativa, salvo cuando intuyeron que ellos podían ser los representantes»
Recordamos las plazas llenas: las acampadas, las pancartas, las frases cursilonas, el eslogan efectista. Era mayo de 2011. Fin de semana. Coordinadas por plataformas como Democracia Real Ya, multitudes de personas se agruparon en capitales de provincias: Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla. Al leer los motivos de aquellas manifestaciones, veíamos unas propuestas concretas -y abiertas- con las que difícilmente no se podía estar de acuerdo: protestas contra la corrupción, contra los recortes, contra la precariedad laboral, contra la mala praxis de una clase política (por aquel entonces PSOE y PP) cuyas decisiones nos habían llevado a una recesión que duraría años. Una recesión que traería desahucios, paro, necesidades. Y un notable desgaste del Estado benefactor, que tan bien había funcionado en los años noventa y en los primeros años de la década del 2000.
Recordamos que se hablaba de los poderosos, de las élites extractivas, de la casta. También se hablaba de política para la gente, de que los de abajo no pagan lo de los de arriba, de la nueva política. Todo ese desencanto emocional y social respecto de los representantes públicos (a quienes los retrataban con la caricatura facilona del político inmoral y maquiavélico) fue aprovechado por unos profesores universitarios que quisieron trasladar sus experimentos utópicos y fracasados a una comunidad mayor: un país. Con una innegable influencia de la política populista latinoamericana (el peronismo de Errejón, por ejemplo) prepararon una inteligente estrategia de búsqueda de poder en las mismas instituciones que detestaban. Para ellos, la democracia liberal fue tan solo un mecanismo de acumulación de poder. Jamás han creído en la democracia representativa, salvo cuando intuyeron que ellos podían ser los representantes. Se dieron cuenta, como era obvio, de que las calles no eran suficiente. De que, si se quería hacer política, más allá de los titulares mediáticos, había que ser más ambicioso. No bastaba la acalorada discusión con Javier Nart en Intereconomía ni el debate sesudo y previsible de La Tuerka.
Así que empezaron la campaña para las europeas de 2014. Las buenas intenciones. La limitación del sueldo en el ejercicio del cargo público. Las entrevistas con Pablo Motos en El Hormiguero. El discurso sentimental del piso modesto en Vallecas. Palabras que siempre han sonado muy bien: revolución, cambio, decencia, participación, pueblo. Mientras, aplaudía parte de una sociedad que no se encontraba incómoda con esta política que combinaba resentimiento y mensajes de esperanza y de cambio. Tiene su justificación. Hablamos de una generación que veía cómo sus aspiraciones personales se iban diluyendo en un tiempo que pasaba y no pasaba. La cuestión es que, como con los años se ha visto, el resentimiento era un medio con el que salvar los muebles de Vallecas para llevarlos a Galapagar, y poco más. Los mensajes con esperanza, la ilusión con la que mantener ahí al votante que les ha pagado una vida desahogada y cómoda. Dad una promesa de cambio a un necesitado y ahí habrá, para el cínico, una oportunidad.
El resultado de años de candidaturas ciudadanas, de sí se puede, de nueva política: España está más o menos igual. Apenas nada sustancial ha cambiado en esa gente a la que le iban a hacer la revolución. Mucho, sin embargo, ha sido el cambio en la vida de Echenique, de Iglesias. De un Iglesias cuya autocrítica tuitera se manifiesta por el hecho de perder diputados en las elecciones, y no por un honesto examen de conciencia. No es que le parezca una barbaridad decir que hay que naturalizar el insulto: es que eso no le vale para seguir en el poder. Ahí está todo dicho, y hecho, cuando nos preguntamos qué ha sido Podemos para nosotros.