Volver a España
«Lo he dicho muchas veces: yo no me siento español; yo me sé español»
Después de años viviendo en partes del mundo a las que ya nunca podré llamar extranjero, vuelvo a España, el lugar que nunca podré dejar de llamar mí país. Será mejor decir que vuelvo en cuerpo, porque mentalmente nunca me fui. Retener el vínculo con el país de origen no es mérito: en mi oficio es algo que se presume y exige. Ça va de soi. Pero me sorprende hasta qué punto, cada vez que la situación invitaba a olvidar o poner sordina a la barahúnda española, poderosas e invisibles poleas tiraban de mí en dirección al ruedo ibérico para sumirme en rumiaciones que, por lo demás, sugerían que en lo personal las cosas iban bien y podía dedicar el excedente vital a pensar eso que llamamos el tema de España. Nadie piense que me creo especial: lo mejor de estos años de inquietud constante ha sido encontrarme con muchos otros españoles con la misma dolencia. Terapia intensa, sí, pero en grupo.
Tanta preocupación me ha llegado a parecer por momentos patológica y me ha suscitado a menudo una metapreocupación: dudar de si el propio país, sea cual fuere, merece tanta preocupación. ¿Qué espacio han de ocupar en la vida de un ciudadano corriente del siglo XXI los afanes pro patria? ¿Qué lugar debe ocupar el país de uno en el ranking de nuestros desvelos? ¿Cómo estar seguro de que la afección es sincera y no encubre otras motivaciones? ¿En qué momento es razonable retirarse al mundo de los problemas y placeres privados? Es una pregunta azuzante para un español, dado que a los problemas característicos de toda sociedad europea avanzada, España se empeña en añadir tensiones existenciales —tan innecesarias como reales— que ponen en duda su propia continuidad histórica. Recuerdo, en el salón de actos del lugar donde aprendí el oficio, bordados en un tapiz, los famosos versos del clásico: Dulce et decorum est pro patria mori. Pero hasta el republicanista más abroquelado debe admitir que no es deseable, ni previsible, que los cuidados de la patria pasen por delante de los cuidados familiares más elementales. El vínculo con el propio país es fuerte, pero no el primero.
Lo he dicho muchas veces: yo no me siento español; yo me sé español. Tal circunstancia no la vivo como un orgullo sino como una suerte: una buena suerte. Sería frívolo no sentirse afortunado de ser ciudadano de una democracia constitucional y al mismo tiempo heredero de una de las más vastas tradiciones culturales del mundo. Ciudadanía y herencia son los dos polos de mi condición de español: ambas son fruto del trabajo de personas que vivieron antes y el deseo de poder legarlas a quienes vivan después –de formar parte de esa tradición constructiva– quizá es motivo bastante para implicarse un poco en la cosa pública. También para sentirse un tanto alicaído por el aspecto que presenta actualmente: menos el del país solidario y vibrante que podría ser que el de un manojo malunido de jurisdicciones neofeudales. Quizá exagero, o no. En fin, yo solo quería decir esto: que vuelvo a España y que cuenten conmigo.