THE OBJECTIVE
Anna Grau

Corona y espinas

«Afirmaba el bueno de Bagehot que un sistema o entramado constitucional, para funcionar como Dios manda, requiere de una parte ‘digna’ y de una parte ‘eficiente’».

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Corona y espinas

PIERRE-PHILIPPE MARCOU | AFP

No es fácil explicar hoy en día para que sirve un Rey. Cómo se justifica lo de ceñir Corona por derecho hereditario en un mundo que presume de aspirar a la igualdad y que juzga abominable todo tipo de discriminación. Incluida la del mérito.

Un ilustre periodista (hubo periodistas ilustres alguna vez…), economista y politólogo inglés, Walter Bagehot, publicó en 1867 The English Constitution, una especie de Biblia del sistema de gobierno de su país, una monarquía constitucional aparentemente a prueba de bomba. Ha sobrevivido a abdicaciones, a divorcios, a escándalos sexuales, a coqueteos con los nazis, a la pérdida de un imperio, al Brexit y hasta a las pretensiones de algunos de sus miembros de pasarse al teletrabajo.

Afirmaba el bueno de Bagehot que un sistema o entramado constitucional, para funcionar como Dios manda, requiere de una parte «digna» y de una parte «eficiente». Obsérvese que es una distinción mucho más categórica y a la vez sutil que la que puede ir del poder “simbólico” al “ejecutivo”. La parte “digna” del gobierno tendría que ser capaz de inspirar entre los gobernados entusiasmo y reverencia. La parte “eficiente” debería ser capaz de convertir ese entusiasmo y esa reverencia en un caudal de confianza hacia la cotidiana acción del gabinete.

Ciertamente todo esto se escribió en tiempos de la Reina Victoria. Pero alguna vigencia tendrán todavía estas reflexiones cuando aparecen citadas con cierto énfasis en un episodio de la famosa serie The Crown. Un producto televisivo tan admirable como eficaz –eficiente…- en su defensa y “dignificación” de un oficio, el de reinar, que hoy está más que nunca en el punto de mira. Por no decir de la mirilla telescópica.

¿Son los reyes una rémora del pasado? ¿Suman o restan en lo que hoy entendemos por democracia? ¿Es posible la dignidad, no digamos la ejemplaridad, en nuestras nuevas e inquisitivas sociedades de cristal, donde no hay cortafuegos que aguante mucho tiempo? ¿Qué pasa cuando un Rey pierde no ya su inviolabilidad sino todo su prestigio? ¿Qué pasa cuando se equivoca o comete incluso pecados imperdonables? ¿Es ese el fin?

Mirado con ojos modernos, sin duda hay algo anacrónico en cualquier sistema de poder o de prestigio que funcione a golpes de dinastía. Pero que algo sea anacrónico no sólo no lo invalida per se sino que puede otorgarle incluso un plus de…¿fascinación? Hay quien se cisca, sorry, en la monarquía hereditaria con todas sus fuerzas pero en cambio venera a «reyes» y «reinas» del rock o de la copla, y que hace extensiva sin dudar esa veneración a sus descendientes. Las estirpes de cantantes, actores, diseñadores de moda, toreros, banqueros o incluso de puras y duras socialites se aceptan con la mayor naturalidad y hasta con ruidosa decepción si, por lo que sea, los herederos suscitan menos entusiasmo o reverencia que sus ancestros. Es más: cuando a un triunfador en la vida se le ocurre anunciar que piensa desheredar a sus hijos para que no se lo encuentren «todo hecho» y pongan así el marcador del esfuerzo a cero, semejante actitud, lejos de suscitar admiración, es vista como una excentricidad de millonario sonado.

Nadie duda, en resumen, de que las líneas genéticas y familiares, las dinastías, en una palabra, tienen una lógica y un sentido. Nadie quiere que la suya se pierda o se confunda con otra. Seremos todos igualísimos; pero a nadie le da igual sacar adelante a sus hijos que a los del vecino.

Sin duda convertir esta pulsión humana, familiar y tribal en una forma, o así sea en un símbolo, de gobierno tendrá sus más y sus menos. Pero curiosamente esto parece ser tomado en serio, terriblemente en serio, sobre todo y en primer lugar por quienes, en teoría, más lo combaten. Los bolcheviques se aseguraron de no dejar un Romanov vivo. De que no sobrevivieran ni las mascotas de la familia del último zar. Julio César fue asesinado por querer denominarse rey cuando en la práctica ya lo era. Le habría bastado con no decirlo para vivir quizá muchos más años. Hasta Franco, nuestro Franco, comprendió que para morirse en la cama necesitaba dejar paso a un rey, y trató de cortárselo a medida separando al entonces jovencísimo Juan Carlos de Borbón de su padre, forzando un curioso jaque mate interno. Forzando a sacrificar a un soberano para abrir paso a otro que el dictador pretendió educar a su vera. Por cierto que el tiro le salió a Franco por la culata precisamente por ser Juan Carlos como era y como es. Si llega a ser otro, igual los sacrosantos principios del Movimiento Nacional no le habrían entrado por una oreja y le habrían salido por la otra con la misma facilidad.

¿Excusa eso cuanto ha venido después, significa que todo, absolutamente todo, debe ser tragado y perdonado? Bueno, si algo demuestra la Historia, la reciente y la que no lo es tanto, es que la peculiar dignidad que un rey adquiere al nacer sólo se pierde con la muerte, así sea una muerte civil. La moderna guillotina es un tipo de escarnio que no se zanja con algo tan sencillo como una dimisión, una derrota electoral o ni siquiera el «exilio», esa categoría política tan socorrida y frivolizada últimamente, sin ir más lejos, por ese pararrayos de la vergüenza ajena que es Carles Puigdemont.

No somos pocos (ni mancos…) los catalanes que consideramos que un president o expresident que así se comporta nos deshonra hasta lo más hondo. Por no hablar de la ascensión y caída del gran campeón de la autonomía catalana moderna, Jordi Pujol. Sus miserias privadas han destruido su leyenda pública. ¿Deberían también destruir la Generalitat construida poco menos que a su imagen y semejanza? Los partidarios de abolir el autogobierno catalán y casi casi el Estado de las Autonomías, ¿podrían agarrarse a esto con tanta furia como se agarran los partidarios de cambiar toda nuestra forma de Estado al descrédito de Juan Carlos I? ¿O basta con buscar un recambio?

Me viene ahora a la mente otra escena indigna de un alto miembro de un gobierno catalán. Concretamente de Josep-Lluís Carod-Rovira, el de la excursión a Perpignan para entrevistarse con la dirección de ETA, todavía activa entonces, para pedirles que dejaran de atentar sólo en Cataluña. Desentendiéndose completamente de si lo seguían haciendo en el resto de España. Bueno, pues Carod tuvo otro momento de gloria cuando, en plena visita oficial a Israel, se dejó fotografiar frente al Santo Sepulcro con un remedo de corona de espinas en la cabeza y una sonrisa de oreja a oreja. El bochorno fue mayúsculo. La ventaja de aquella corona de espinas es que era de quita y pon. No como otras.

Personalmente creo que la Generalitat puede y debe sobrevivir a los disparates de muchos de los que últimamente la gobiernan, o pretenden hacerlo. Otro tanto espero de nuestra monarquía constitucional. Espero que salgamos de esta salvando todos los muebles. Los de la eficiencia y los de la dignidad.

Lo único que de verdad me preocupa es que en el lado de los supuestos “eficientes” no veo nada ni nadie que ni remotamente le llegue a la suela de los zapatos a Felipe VI. Fuera de la Corona, sólo atisbo espinas…

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