THE OBJECTIVE
Aloma Rodríguez

Agosto y una biblioteca

«Por contaminación con el periodismo, tiene aire de ser histórico, tal vez el fin de una época; pero desde dentro todo parece apacible y hasta hay una agradable brisa»

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Agosto y una biblioteca

PIERRE-PHILIPPE MARCOU | AFP

De agosto se espera calor, sopor y un cierto aburrimiento. Se espera que las películas que se estrenan no interesen demasiado, que no haya novedades librescas y que los periódicos se vean reducidos y aun así se las vean y se las deseen para encontrar temas. Este año, casi lo único que se cumple es lo de los libros, parece que la rueda de las novedades descansa levemente hasta finales de agosto: el 25, cumpleaños de mi padre y de mi sobrino, llega a librerías la nueva novela de Ignacio Martínez de Pisón, Fin de temporada. No hay turistas, casi apenas hay turismo interior, en parte por temor, en parte por responsabilidad. O eso parece en las fotos de Instagram: playas idílicas para uno solo, la felicidad, si no fuera en realidad una tragedia.

Metaconfinados, en la casa familiar, a las afueras de Zaragoza, tratamos de reparar los errores de mi padre, que afectan a la gestión del espacio de la casa: tratamos de poner orden a su biblioteca y le presionamos para que la aligere un poco, por mucho que le duela tener que deshacerse de unos cuantos miles de libros. Vamos dando con tesoros, libros que aparto en lugar de apilar: las tiras cómicas de Flannery O’Connor; una novela de Anne Wiazemsky que ni siquiera sabía que estaba traducida; dos ejemplares del catálogo de Jacques-Henri Lartigue o El ojo crítico, una edición de Constantino Bértolo que contiene malas críticas de libros buenos. Es prometedor pero decepcionante, los más memorables errores de juicio ya eran conocidos y están anunciados en la contraportada. Zola sobre Las flores del mal: “Dentro de cien años, los libros de historia de la literatura francesa solo mencionarán esta obra como una curiosidad”. De Bécquer, por Núñez de Arce: “Suspirillos germánicos”. Una muy malvada sobre El tío Vania, de Chejov, el crítico es Robert Garland: “Si me preguntasen de qué trata El tío Vania, diría que de lo máximo que puedo soportar”.

Mientras, la realidad avanza: con la mayor caída del PIB en la historia, muy por encima de la caída en otros países europeos, con la pandemia llamando a las puertas y el descontrol de datos del posible rebrote, Juan Carlos I, rey emérito, el comunica al rey, su hijo, la decisión de abandonar España –es lo que anunciaba José Antonio Zarzalejos hace unos meses–. Se aparta, dice, para proteger la institución; pero se aparta también de las consecuencias de sus actos y sobre todo impide a la fiscalía indagar sobre el origen del dinero. «Ante la repercusión pública que están generando ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada» dice la carta, pero no se trata tanto de lo que hizo en su vida privada como de lo que hizo desde la institución.

No me atrevo a lanzar predicciones sobre libros ni sobre la importancia de lo que sucede. Por contaminación con el periodismo, tiene aire de ser histórico, tal vez el fin de una época; pero desde dentro todo parece apacible y hasta hay una agradable brisa.

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