Vidas inventadas
«Durante los años que he visto ponerse el sol en esta costa, nunca imaginé que se convertiría en un producto entre la codicia y la tontería»
Este ha sido el verano de la pandemia y va a ser el invierno de nuestro descontento. Vivimos en un país muy raro donde a Winston Churchill le llamarían facha, la preocupación por la monarquía –la censura de su conducta, la amnesia de lo que ha supuesto para el país– viene de aquellos a los que la corona les importa un bledo, y un anuncio de cerveza ha cambiado modos y costumbres de la juventud durante el verano.
Desde que me casé, paso los veranos en la costa norte de Mallorca, que también ha sido, como Formentera y la Costa Brava catalana, escenario del popular anuncio veraniego de cerveza. Esto ha producido una mutación que empieza por los gustos y deriva en la saturación y alguna que otra cursilería. Durante años habíamos contemplado todos los días de verano la puesta de sol, como quien se despide del día que ha sido frente a un espectáculo que oscila entre los colores de Gauguin, la majestuosidad de Wagner o la delicadeza de Mozart. Y lo hemos hecho sin alharacas, ni brindis, ni músicas, ni bailes, ni posturas de yogi… En silencio, de pie o sentados, sin hacer gala de ello, ni comentarlo. Nadie había hablado de vivir mediterráneamente porque no se habla de lo que se hace con adverbios o adjetivos.
Hace un siglo, los pintores bohemios se desplazaban a esta costa alguna que otra tarde para contemplar lo mismo. Eran los modernistas catalanes Joaquim Mir, Santiago Rusiñol y el mallorquín Antonio Gelabert. Después llegó, por su cuenta, Anglada-Camarasa y su séquito de artistas argentinos pasados por París y naturalmente, más ricos. Mir, Rusiñol y Gelabert tenían la costumbre de aplaudir si la puesta de sol había sido magnífica –como suele serlo– o de silbar y exigir que apareciera el autor, si no destacaba especialmente. Una estridencia de artista de la época de la absenta. Los que ahora se sitúan a lo largo de esta carretera familiar de La Costiera napolitana, abrazados en los miradores, sobre los bancales y muretes, y aplauden y ponen música y sacan unas copas de una nevera portátil, no saben que más de un siglo atrás los hubo que venían a contemplar el ocaso en absoluta soledad y también aplaudían. No necesitaban más atrezzo que el que les proporcionaba la naturaleza y el silencio.
Ahora los futbolistas internacionales se alojan donde décadas atrás lo hacían los poetas y el metro cuadrado está por las nubes y subiendo a velocidad de vértigo. Hace unas semanas fui a cenar a casa de unos amigos en Deià –el pueblo vecino donde vivieron Robert Graves o Matti Klarwein y por donde pasaron Ava Gardner, Alan Sillitoe y el niño Martin Amis, de la mano de sus padres–. La carretera estaba saturada de coches y viandantes dispuestos a contemplar el espectáculo como quien va al cine. No hablo de un kilómetro sino de kilómetros; pensé que nos habíamos vuelto aún más locos de lo que ya sospechábamos. Pensé que Mir, Rusiñol y Gelabert hubieran huido espantados. Pensé que estaba envejeciendo y vislumbré un futuro nada halagüeño a lo Mr. Scrooge o Fernando Fernán Gómez style cuando vociferó ‘¡a la mierda!’ para que lo dejaran en paz. Después, me puse a reír. De mí. ¿Vulgarizar lo mejor que tenemos nos hace mejores? No lo parece.
En todos esos kilómetros no creo que hubiera ni treinta turistas extranjeros. No, todo era cosa nuestra o del otro lado del mar. Todo era «vivir mediterráneamente». Todo era un anuncio de cerveza tras otro, qué bonito, qué guay, y tal y cual. Durante los treinta y tres veranos que he visto ponerse el sol en esta costa, nunca pude imaginar que eso se convertiría en un producto entre el termitero, la codicia y la tontería. Son tantos los que dicen amar lo que antes jamás miraron. La vida.
Mientras tanto, la alcaldía de Deià ha decidido, debido al colapso, cerrar el tramo de una de las residencias del archiduque Luis Salvador que –él sí– amó esta costa entre finales del XIX y principios del XX y se la hizo suya. Tampoco creo que al ver caer el sol sobre el mar pudiera imaginar algo así. Ocurre con los que comprenden lo que tienen entre las manos y lo valoran en su justa medida: que no ven más allá. Y luego, llegan un publicista y un dron.