Sardinas fuera de su lata
«Si me dieran a elegir cómo quiero comer la última sardina de mi vida, sería asada entera con sus tripas, sin mesa ni mantel, pisando arena al borde del mar, con una hogaza de pan rústico a modo de plato y un vino franco y fresco para regar el gaznate»
Como sardinas fuera de su lata, la mayoría de los españoles siguen campando a sus anchas en este veraneo desquiciado, para preocupación de los gobernantes y de la industria farmacéutica, que no sabe cómo va a producir más Remdesivir para afrontar la rentrée chunga que nos espera.
La sardina está muy presente estos días en las redes sociales. Pero no por razones hedonistas, sino por el cabreo generalizado de muchos ciudadanos, que se indignan por tal o cual prohibición administrativa -la de fumar en la calle se mantiene sólida en el liderato-, mientras que no admiten tener que ir hacinados en los transportes colectivos como pececillos en conserva de aceite vegetal.
Transitando al tuntún por internet, a esa hora propicia para la lectura que es la de la sagrada siesta estival, me encuentro con David Lynch y su canal de vídeo @LynchTheater, mediante el cual el cineasta estadounidense comparte en YouTube, desde hace algunos meses, cortos experimentales y cualquier cosa que se le ocurra. Entre tanto bromazo artístico, destaca su previsión diaria del tiempo en Los Ángeles, donde el creador de Twin Peaks hace de meteorólogo aficionado en un sentido muy amplio: “Hoy al despertarme, me he puesto a pensar en pescado, concretamente en sardinas…” Y ahí lo deja, con un rictus inquietante.
No me extraña que Lynch sueñe con sardinas, como soñaban los androides de Philip K. Dick con ovejas eléctricas. Uno sueña con sus deseos y sus miedos, con el pasado que nos perturba, ya sea real, intuido o imaginado por el subconsciente. Yo nunca he dedicado -que recuerde- mis fases oníricas a la Sardina pilchardus, aunque podría, ya que conservo entre las carencias afectivas de mi infancia el hecho de que nunca comíamos esta variedad de pescado en casa, acaso por el olor penetrante que se desprende de su cocción en sartén, plancha o parrilla.
«¿Por qué mi vecino hace sardinas tan a menudo y sin avisar? ¡Que me apesta la casa entera, joder!», se quejaba recientemente un conocido en Twitter. En épocas más viscerales, eso era motivo de disputa ante la junta de propietarios o de rencor enquistado que se pasa de una generación a otra, como cuando el protagonista de una novela de Mario Puzo se rebana el cuello a otro porque antaño su abuelo le había vendido al suyo una mula coja. Quizá en prevención a eso mis padres no freían sardinas…
Guardo en la memoria, sin embargo, la vergüenza ajena que daban unas amigas simpaticonas de mi familia que, en nuestras excursiones campestres por la Sierra de Guadarrama, solían entonar canciones populares para darse ánimo y mantener el paso firme. Y como alguna era de origen vasco, jamás nos librábamos de aquellas estrofas casi esperpénticas: “Desde Santurce a Bilbao / Vengo por toda la orilla, / Con la falda remangada / Luciendo la pantorrilla. / Vengo deprisa y corriendo / porque me oprime el corsé. / Voy gritando por las calles: / Quién compra? / ¡Sardinas frescué!”.
¡Pero qué orilla ni que corsé! Si estábamos en Navacerrada, intentando no despeñarnos entre pinos y abetos. Aquella bilbainada -género musical reconocido- estaba compuesta por Francisco Iturralde Laka y Jesús Arias, a la sazón integrantes del grupo Los Bocheros, un quinteto lírico de emigrantes vizcaínos que se hizo muy popular en México a mediados del siglo XX y grababa para el sello español Columbia (nada que ver con la CBS de entonces), el mismo que descubrió más tarde a Julio Iglesias. El gremio de pescadores españoles debería erigirles un monumento como el que el ayuntamiento de Santurce dedicó a mayor gloria de la citada sardinera.
Hubo un tiempo en que la primera sardinada del verano la disfrutábamos en Getxo, en el Puerto Viejo de Algorta, justo en la orilla opuesta a la que recorría la protagonista de la dichosa canciocilla, con ocasión del encuentro anual de cine y gastronomía llamado Cinegourland. Allí, el añorado Cristino Álvarez -que firmaba sus crónicas gastronómicas como Caius Apicius-, evocaba con pasmosa erudición a Julio Camba, Álvaro Cunqueiro, Manuel Puga y Parga (alias Picadillo), Josep Pla y otros autores pretéritos que, en su opinión, habían escrito «páginas difícilmente superables sobre la sardina».
Y solíamos discutir luego sobre el momento más idóneo del año para disfrutar este humilde tesoro del mar, ya que el veterano periodista de la Agencia EFE lo consideraba como un pescado eminentemente veraniego, cuando están en su punto álgido de grasa y sabor, mientras que el autor del fundamental El que hem menjat (Lo que hemos comido) dejó consignado como su periodo ideal finales de abril y principios de mayo. «Puede que esas fueran las mejores fechas para la sardina en aguas de la Costa Brava, pero en el Atlántico o el Cantábrico es por San Juan», insistía Cristino, «cuando la sardina -como dice el refrán popular- pringa el pan».
Otro experto en el asunto, el malagueño Carlos Mateos, explicaba hace poco en un artículo que su momento óptimo de consumo es la temporada que va de Virgen a Virgen. Esto es, de la del Carmen (16 de julio) a la de la Victoria (8 de septiembre), cuando todo el litoral español huele a sardinas asadas y las playas del sur se llenan de humeantes espetos, mientras que las tabernas portuarias norteñas sacan a la calle sus parrillas.
En lo que sí coinciden todos los sabios de hoy y de ayer es en la mejor forma de cocinar y comer este sabroso pescado azul, que es con apenas una pizca de sal y a la brasa. «¡Hagan el favor, no lo hagan nunca a la plancha!», ordenaba Pla. Y Jorge Víctor Sueiro, en Comer en Galicia, advertía sobre el error de usar dicho utensilio coquinario, ya que «las requema y consume de algún modo sus sustancias mejores».
Hay, por supuesto, preparaciones tradicionales que van más allá de las simples sardinas asadas, como la empanada galaica de xoubas, con su clásica salsa zaragallada de pimientos verdes y cebolla, donde el principal debate es si la masa debe ser de harina de trigo o de maíz (yo prefiero la segunda). Y hay, también, un sinfín de recetas creativas, por cortesía de una rutilante generación de chefs que con buen tino han hecho entrar este alimento popular en los comedores de lujo donde antaño estaba proscrito.
Entre estas últimas y para no aburrirles, citaré sólo unas pocas, aún a riesgo de ofender a algún amigo que no vea su nombre en la lista: las sardinas con ajoblanco de Isaac Loya en el Real Balneario de Salinas; el brioche de sardina con su piel y foie asado con hierbas de Nacho Manzano en casa Marcial (Arriondas); la sardina con pan y tomate de Marcos Morán en Casa Gerardo (Prendes); las sardinas marinadas con aceituna y naranja de Compartir (Roses); la torta de sardinas ahumadas con queso de Arzúa, tomate y cebolleta de Alabaster (Madrid); las sardinas marinadas al vinagre de sidra sobre puré de tomate de Asturianos (Madrid); la sardina ahumada sobre gazpacho transparente gelificado de José Carlos García en Málaga; el aperitivo de fósil de sardina de Arzak (San Sebastián); las sardinas marinadas con huevas de arenque, verduritas y pan con tomate que fue un clásico de Sergi Arola durante toda la historia de La Broche (Madrid) o la tosta de sardina y berenjena que hacía antaño Ángel León en Aponiente (Puerto de Santa María), donde el pescadito iba ahumado con carbón de huesos de aceitunas.
Todavía salivo pensando en todos esos platos, pero yo prefiero por su admirable sencillez las brasas de las parrillas euskaldunas -¡aquellas sardinas memorables de Currito en la madrileña Casa de Campo!- o los espetos malagueños de caña o de metal, a pie de playa, con la hoguera humeante y el sabor yodado del aire costero al anochecer: desde El Caleño de Pedregalejo hasta La Jábega en La Carihuela. Y es que las sardinas no se disfrutan igual en un lugar cerrado, sino que precisan del aire libre; no sólo por su aroma impertinente, sino por un componente atávico que las emparenta desde tiempo remotos con los elementos naturales de tierra, aire, agua y fuego.
Por eso, si me dieran a elegir cómo quiero comer la última sardina de mi vida, sería asada entera con sus tripas, sin mesa ni mantel, pisando arena al borde del mar, con una hogaza de pan rústico a modo de plato y un vino franco y fresco para regar el gaznate -acaso una manzanilla ligera-, bien rodeado de amigos viejos o nuevos porque, como gustaba decir Cristino parafraseando a Camba, «comer sardinas juntos crea un vínculo indestructible».