Una triple crisis
«Queda la educación, que se encontraba ya en un estado avanzado de descomposición y que ahora se enfrenta a la rotura de todos sus diques de contención»
La pandemia causada por el coronavirus anuncia una triple crisis –sanitaria, económica y educativa– que desembocará, me temo, en una grave fractura política porque, al igual que sucede en el famoso cuento del traje nuevo del emperador, detrás del velo del poder se oculta un inquietante vacío que termina inoculándose en la vida pública. El coronavirus[contexto id=»460724″] se ha empeñado en señalar con su dedo acusador nuestras carencias y la ostentosa fragilidad sobre la que se ha asentado el bienestar de estos últimos años. Hablo de fragilidad cuando quizás debería referirme a la falsedad porque, si la política se desliga completamente de lo real, difícilmente los cimientos morales de un país pueden ser sólidos. No lo son y España no constituye una excepción. De hecho, nunca he sabido si la economía precede a la cultura o si ocurre a la inversa, pero puedo sospechar que nuestras ideas, nuestras creencias y nuestros deseos determinan aquello en lo que nos convertiremos. De ahí la importancia de las ideas y de ahí el valor de la verdad y de la inteligencia.
Ya tendremos ocasión de hablar en el futuro de las ondas epidemiológicas y de su trágico recuento, así como de la morgue empresarial que se avecina en forma de cierre patronal y deslocalización de activos estratégicos. Dudo mucho que ningún análisis cuantitativo sea capaz de calibrar con exactitud el deterioro que va a provocar este tsunami, entre otros motivos porque lo importante suele tener lugar en los pliegues de la realidad, que es donde se oculta la herida. Se diría que importa poco mientras no salga a la superficie ni se escuchen sus voces. Importa poco mientras no sintamos el aliento del abismo ante nuestros pies, a pesar de que la noche habla a la noche y un mal atrae a otro mal. Este es un principio antiguo que ninguna regla histórica ha logrado modificar. Queda la educación, el tercer pilar amenazado por estos nuevos males que nos acechan y que se suman a las dos décadas de colapso de la democracia liberal, asediada por los efectos incontrolados de la globalización, sus contradicciones internas y el desafío de las retóricas populistas. Queda la educación, que se encontraba ya en un estado avanzado de descomposición y que ahora se enfrenta a la rotura de todos sus diques de contención: alumnos a medio escolarizar durante meses, sin protocolos efectivos ni respuestas racionales; alumnos que dependerán más que nunca del capital sociocultural de sus padres y de su entorno; alumnos a los que se les priva de un horizonte de futuro y de la necesaria experiencia de orden en etapas cruciales para su formación, que nadie –fuera de determinados entornos– puede ofrecerles. La suspensión de las clases no es ya un asunto meramente salarial, sino que sus bifurcaciones se extienden como las raíces de un gran árbol. Ante nuestros propios ojos se produce un cisma devastador que fractura la sociedad y cuyas consecuencias son y serán imprevisibles. La cuestión que surge enseguida es si hay alguien ahí fuera dispuesto a tomar decisiones y a asumir su responsabilidad. Se trata de una pregunta, por el momento, sin respuesta.