No me veo
«Ya no hacemos lo que nos obligan ni lo que nos apetece ni siquiera lo que nos divierte. Hacemos lo que sea fotogénico o susceptible de dar bien en un vídeo»
Este verano me he dado cuenta de que mi hijo de nueve años, cuando no quiere hacer algo, recurre con mucha seriedad a esta expresión: «No me veo yendo a jugar al parque» o «No me veo sacando la basura»… Lo rápido sería darle un cosqui y decirle que suelte inmediatamente mi tableta, pero yo sí quiero verle a fondo esa expresión, como un estomatólogo que le dice: «Abre la boca», por dos motivos. Primero, porque el lenguaje dice mucho más de lo que nos pensamos. Segundo, porque, según advertía Jules Renard: «El hombre realmente libre es quien sabe rechazar una invitación a cenar sin dar explicaciones». Para sopesar nuestra libertad, hay que mirar al trasluz las explicaciones que damos para rechazar los compromisos.
No puedo tirar la primera piedra porque yo decía mucho: «No me apetece». Era, lo veo ahora, bastante chocante; pero no aleatorio. Reflejaba el hedonismo que impregnaba el ambiente en los años 90.
Unos años más tarde, empezaron a chocarme ya frontalmente quienes, para desechar planes, utilizaban en todo momento la expresión: «No me divierte». Ya no estoy seguro de si escuché o exageré esta frase, pero yo apostaría a que la oí: «La verdad es que no me divierte nada ir al funeral de tío Manolo». Estábamos, claramente, ante el homus festivus en su máximo apogeo, aunque como yo, por entonces, no había leído aún a Philippe Muray, no sabía más que esa expresión no me divertía nada de nada. Me reconcentraba.
Fue entonces cuando me hice el firme propósito de decir: «No debo», remitiendo a un código moral tácito, que me parecía lo más serio de todo. Decir: «No puedo» ya era excusarte en tu impotencia o en tu incapacidad, y resultaba menos libre. «Preferiría no hacerlo», a pesar de su indiscutible prestigio literario, tiene algo de resistencia pasiva que seguro que para Renard implicaría una autonomía personal bastante capitidisminuida, aunque en la práctica pueda ser útil.
Mi obligación paterna es convencer a mi hijo de que haga siempre lo que deba y de que no haga nunca lo que no deba. Pero mi oportunidad como articulista de opinión es sacarle petróleo a la expresión que mi nativo postmoderno ha adoptado. Porque la criatura ha detectado por instinto que estamos ante la sociedad del espectáculo y el imperio de la imagen. Ya no hacemos lo que nos obligan ni lo que nos apetece ni siquiera lo que nos divierte. Hacemos lo que sea fotogénico o susceptible de dar bien en un vídeo. Se ha convertido en el criterio decisivo e categórico.
Y ahora demos el salto que este fin de agosto nos impone hacia la vida pública y la actualidad política. ¿No tienen ustedes la poderosa impresión de que la actuación del Gobierno se rige de un modo muy imperativo por si ellos se ven o no se ven haciéndolo? En las ruedas de prensa del presidente del Gobierno, que han vuelto otra vez, ¿no parece que el hombre se está viendo incesantemente en algún espejo? A menudo tenemos la impresión de que algunos interlocutores nuestros se están escuchando a sí mismos muy complacidos. Con Pedro Sánchez se ha dado un paso más, y la sugestión es que él se está observando (con satisfacción, incluso en las más dramáticas circunstancias). Queda muy extraño. Pero a Fernando Simón también le empieza a pasar, como un buen discípulo. Como la realidad no es una película, debo advertir, aunque no me apetece, que, para gobernarnos, tanta obsesión de la imagen no es lo mejor.