Plantas de sombra
«Esto es lo que se hace siempre con los niños «que amarillean», aliviarles el dolor con burocracias inútiles, pero no atacarlo de raíz, nunca mejor dicho»
Un día compré una planta en una floristería. Bueno, compré muchas plantas, todas para mi soleada terraza cubierta que da al mar. Muchas de ellas eran viejas conocidas, las sabía cuidar, no necesitaban grandes cosas, agua, tierra, mucha luz y un tiesto holgado. Cuando las compré, dejé claro en la floristería que era para ponerlas todas en una terraza cubierta con mucha luz, sol incluso, así que, al no recibir advertencia alguna, ahí coloqué esta planta también, con todas las demás. Tenía bellas hojas grandes, de un verde carnoso, encerado. Pronto dejó de darme alegría, empezó a amarillear y a dar signos de un estrés espectacular y me dio por hacer lo que no se debe hacer con las plantas cuando se ponen así, echarle más agua por creer que hacía demasiado calor y ese era el problema. La planta se ponía peor aún y entonces y solo entonces, busqué en internet de dónde procedía esta planta. Era un ser de oscuridad, su contexto vital es el suelo de la jungla tropical.
Mi hijo de doce años andaba por ahí y sabe de junglas porque ha estudiado justo esto en el colegio, y también sabe de fotosíntesis y de muchas otras cosas fascinantes. El niño me dijo: «Si es una planta que vive en el suelo de la jungla la has intoxicado con luz y agua, mamá. Las plantas son como centrales químicas y están programadas para sintetizar la clorofila conforme a una determinada cantidad de luz, según sea el contexto en el que han evolucionado. Mucha luz y se descompensa todo su sistema, pero es que, además, le has echado demasiada agua. Las plantas de sombra que están debajo de todo el arbolado, están a la sombra precisamente porque otros árboles las cubren de la lluvia impidiendo que les llegue agua y por eso, están genéticamente preparadas para absorber toda la humedad que puedan, pero si hay demasiada agua, las pobres se ponen enfermas».
Qué sabio el hijo y qué obvio el asunto. Entender el contexto genético de cada especie para no jorobarles la química que corre por sus venas al sacarlas de su hábitat natural. Me dio por pensar que esto de las plantas, que parece obvio y que yo, que soy jardinera desde hace más de veinticinco años, debería haber aplicado ipso facto, no se aplica en los colegios a los niños. No se aplica. Tampoco se aplica en la vida a los adultos, pero bueno, nosotros ya estamos curados de espantos y somos capaces de cambiar nuestros propios contextos -al menos tenemos ciertas posibilidades de hacerlo- dado que nadie nos obliga a trabajar en lo que no queremos de sol a sombra, a estudiar lo que no queremos, o simplemente a hacer aquello que sabemos que nos hace solo medianamente felices y lo que es peor, medianamente infelices.
Yo era medianamente feliz y medianamente infeliz. Al contrario que mi planta, yo me intoxicaba con la falta agua. El agua de los demás. Me había rodeado de belleza, de luz, de espacio, en un contexto de soledad total sin alimento para el espíritu creador. Pero un paraíso no es un paisaje bellísimo lleno de pajaritos y frutales. Un paraíso para mí es un jardín de las delicias, cargado de personajes que hacen, que van, que miran, que me despiertan intrigándome con sus quehaceres e ilusiones. Los escritores necesitamos que ocurran cosas a nuestro alrededor. No es posible inspirarse de la nada. No digo con esto que tengamos que ser todos Hemingway y salir a correr los toros, pero es bueno cambiar las cuatro paredes que nos rodean y obligarnos a vivir en un contexto donde existan las posibilidades o que nos exponga a mirar las cosas desde un punto de vista diferente.
Cambiar el contexto de los hijos, también, es lo más difícil. Los padres tendemos a pensar «mejor lo medio malo que lo desconocido». Llevarlos a un colegio diferente, donde la rutina diaria no sea un machaque facilongo ha sido mi excusa para dar el paseo de desenraizarnos a todos y buscar un lugar en la sombra.
Las clases en España tienen demasiados alumnos, todos se riegan por igual, todos reciben la misma luz porque no es posible hacer nada de otra forma. Las asignaturas se estiran hasta el infinito durante los nueve meses que dura el curso. Las actividades son rutinarias y con pocas novedades para romper el aburrimiento y el letargo. Esto hace que muchos niños se mantengan en el colegio en una suerte de actitud de espera resignada que puede traducirse en síndromes de todo tipo, necesidades especiales que brotan como las manchas en las hojas de aquellas plantas que se marchitan cuando no tienen la luz o el agua que necesitan. Y todas las adaptaciones, intentos de adaptaciones o aceleraciones, no son sino parches para hacer más llevadero el sufrimiento de la desmotivación. Imaginen que yo a la planta, en vez de cambiarla a un rincón de sombra, le pongo un sombrero y en lugar de dejar de echarle tanta agua, le pongo a su lado un deshumidificador. Esto es lo que se hace siempre con los niños «que amarillean», aliviarles el dolor con burocracias inútiles, pero no atacarlo de raíz, nunca mejor dicho.
Tras entender que la lucha diaria por conseguir esos «parches» iba a matarme de agotamiento, decidí cambiar yo el contexto, el contexto de todo el mundo. Marcharme a otro lugar en el que tal vez, lo digo con la boca pequeña del miedo, los alumnos sean tratados como si no todos necesitaran lo mismo. No sé, igual es una utopía, pero es mejor buscar esa media felicidad que saber que un día te dirás: debí haberlo intentado.
Por cierto, la planta está mucho mejor, parece que me ha perdonado todas las buenas intenciones que casi acaban con ella y desde un rincón oscuro y seco del salón, me ilumina con su metáfora.